Vidal Vocero. Nunca un apellido y un cargo han encontrado una unidad más profunda y total: Vidal Vocero. Vidal, que fue vocero de gobierno por un azar de la política y ha tenido, por estos mismos azares, muchos cargos más, quedó para siempre marcado por la vocería que ejerció, que ejerce, que no puede dejar de ejercer con un talento que se parece más a una pasión, a una vocación e incluso, a una religión.
Un atributo que es también un defecto, porque como ministro de Defensa, del Interior, o presidente del directorio de TVN, Francisco Vidal ha sido un gran vocero, pero un mediocre, o al menos un muy deficiente detentor de otros cargos y carteras que le ha tocado asumir.
Como profesor de historia, un profesor que ama enseñar y que consigue de sus alumnos cierta devoción (hago clases al lado de él en la UDP), sigue siendo un gran vocero. O al menos su voz es la única que se escucha en el pasillo, fuerte, clara, rotunda, sin sombra de duda. Un hombre de certezas que lo electrifican, y de frases hechas y deshechas cien veces que solo vacilan hacia algo más de humanidad, cuando fuma con los alumnos y los profesores. Cigarrillos que son quizás también parte de esa misma pasión, porque el vocero debe mantener fuego en su boca ojalá todo el tiempo.
Le sirve para mantener la boca tibia, quemante, para que no descanse del todo, pero pueda hacer una pausa. Una pausa nunca demasiado larga porque en su manera de recoger la carpeta de la asistencia, o saludar en el pasillo sigue ejerciendo alguna forma de vocería. Sigue, este exalumno de la escuela militar, sin parecerse a nadie y sin querer nunca pasar desapercibido.
La boca siempre está moviéndose, pero lo hace también el resto de su cuerpo insomne, intranquilo, carente de gimnasio, pero perpetuamente atravesado por toda suerte de energías y fuerzas que lo asemejan a un torbellino. Pocas mechas de pelo color whisky, ojos desorbitados, labios que siempre se tuercen y destuercen a un ritmo incesante. Todo en él, cuando no hay contradictor que lo contradiga, busca una polémica, una diferencia, una lección que dar, un error que relevar, un dato que dar, un contradictor al que contradecir. Algo que le haga sentir vivo porque la vida resulta para él eso, alguien a quien decirle algo que no quiere escuchar, destruirlo, quizás, y hacerse amigo después, o a veces las dos cosas.
Esto podría ser hasta ahora el retrato de un fanático cualquiera, y por cierto Francisco Vidal tiene la fibra de un profeta y la alegría de un kamikaze. Pero no milita en la UDI, a pesar de su juventud en el Partido Nacional, ni el PC donde su indisciplina le haría correr riesgos. No, Francisco Vidal es PPD. No PPD, como tantos, porque no sabe qué otra cosa ser, no PPD por si acaso, sino doctrinalmente, fanáticamente PPD. Ni compañero, ni camarada, ni amigo y amigas, le obsesiona llamar a todos “ciudadano”, como si la revolución francesa hubiese sido la única que importa.
Cree en el fondo en lo que creía cuando lo vi por primera vez en la calle Las Arañas, en una reunión de “Laguistas” que no sabíamos muy bien qué hacer ante las renuncias y titubeos habituales de Frei Ruiz-Tagle y los “Freistas”. Recuerdo que también estaba Fernando Paulsen y algunos subsecretarios de entonces. Todos moderados, todos del NO, de las elecciones libres, ninguno demasiado marxista. Pero todos sintiendo que ya no quedaba nada en esta Concertación de social demócrata, de popular, de simplemente europeos.
Los “autoflagelantes” se llamarán después los que simplemente no eran tan “pro empresas” como las empresas querían. Nada tan revolucionario pero lo suficiente para que Vidal pudiera ejercer con provecho su papel de contradictor nato sin decir nada demasiado contradictorio tampoco. Porque Vidal no ha pretendido nunca ser un clandestino enemigo del poder, ni un vegano, ni un aliade, ni un revolucionario colectivista de ningún tipo. Es de la Concertación por donde lo mires. Es lo que los jóvenes llaman alguien altamente “rancio”.
Le gusta la política y la política lo quiere a él. Tiene por el poder una sana adicción, parecida a la que una persona normal puede sentir por el buen vino. Está feliz de ministro, pero si no lo es se sigue comportando como si lo siguiera siendo. Lo que detesta es la calma, la tranquilidad, la paz de estar en su casa mirando el jardín crecer. No, Vidal necesita estar en la radio, en la televisión, en los diarios para decir tres o cuatros ideas muy simples que son casi siempre las mismas, pero que sus compañeros de lucha suelen, porque vacilan hacia la revolución, o se pierden en la evolución, olvidar.
Supo antes que el resto que la gran política se hace en pequeños programas de televisión y en los grandes y que en esto se perdona todo, menos ser aburrido. Él sabe que el espectáculo ya no es la sombra del mundo real, sino que es el mundo real. No le interesa el fantasma del prestigio, ni la falsa ni la verdadera humildad. Mientras los otros ensayan, él es. Un televidente promedio duerme escuchándolo y se despierta escuchándolo de nuevo sin que pueda verse en él ni una señal de cansancio.
Cuando hay algo que ganar, por cierto, pierde, pero cuando, como en la elección pasada, no hay nada que esperar, ni nada por lo que entusiasmarse, este coleccionista de soldados de plomo retoma el uniforme y va a la batalla.
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