Perfil: Francisco Orrego. “Perro verde”. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista

Pancho Orrego no salió nunca de esa asamblea de la escuela de Derecho, que por lo demás se trasladó entera al Congreso primero y a la presidencia después. Conoció en la universidad las debilidades de sus enemigos y se preparó para ridiculizarlos, contestarles los puntos, exagerar las ideas ajenas y devolverlas, ya lo suficientemente caricaturizadas, al patíbulo del “X” (ex Twitter). Ese patíbulo donde justamente la incongruencia de su pinta, la ortodoxia de su doctrina, su falta total de duda de ningún tipo, lo convirtieron en un héroe para los suyos y un villano para los contrarios, alguien que se ama o se odia, o más aún, alguien que se ama odiar.


Pelo corto militar, anteojos de marco grueso típico de intelectual ñuñoíno, barba en candado de sexólogo alemán y camisas floreadas resueltamente playera: todo en el aspecto de Francisco Orrego es un llamado a la contradicción. Como un helado de limón encima de una cama de tocino, un sándwich de duraznos en conserva o una cortina de ducha de terciopelo.

Todo sobre todo es un llamado a quedarse viendo hipnotizado en los paneles de programas de televisión donde no deja de destruir sin piedad, con brillo a veces, con simple impaciencia otra, al que se siente frente a él. Porque a su pinta incongruente le suma una dialéctica implacable que mezcla con unos frecuentes “amigo” y “amiguito” que contrastan con la formalidad conservadora que defiende.

Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica, dijo alguna vez el doctor Allende. De alguna manera, Francisco Orrego, el candidato a gobernador que está haciendo sudar la gota gorda a su homónimo Claudio Orrego, cumple a la perfección con este designio.

Es parte de una revolución, la de una política que no pasa por los partidos, o los sindicatos, que se comunica por las redes sociales directo a las contradicciones y entusiasmos del votante.

Un discurso que quiere más vigilancia y que al mismo tiempo reivindica para sí cierta informalidad no solo vestimentaria: Camisas naranjas, celestes, con piñas tomando sol y tablas de surf con una palidez que parece no haber tomado sol en veinte años. Una derecha que se ufana de sus orígenes esforzados y provincianos y le hace ver a sus oponentes ante qué punto son ellos los privilegiados que creen odiar.

Francisco Orrego es un arma de guerra. Acerada, bien calibrada, implacable. Francisco Orrego aprendió a ser Pancho Orrego en las asambleas de la escuela de Derecho de la Universidad de Chile donde se oponía justamente a Gabriel Boric, presidente del centro de alumnos de la misma. Ser de derecha, de derecha sin complejos de ser otra cosa, en un mundo en que el Partido Comunista es considerado amarillo y Partido Socialista directamente fascista, debió ser algo más que peligroso.

No pocos debieron, a fuerza de escupos y combos y amenazas de muerte, querer bajarlos de la palestra. Siguió. Quizás su aspecto y currículum, que nada tiene que ver con la derecha tradicional, quizás su propio talento en dar vuelta los argumentos de los contrarios y los suyos, le reservaron un lugar en la trifulca. Lo aceptaron como la excepción que confirma la regla: el derechista que nos ayuda a todos a ser más de izquierda.

Pancho Orrego no salió nunca de esa asamblea de la escuela de Derecho, que por lo demás se trasladó entera al Congreso primero y a la presidencia después. Conoció en la universidad las debilidades de sus enemigos y se preparó para ridiculizarlos, contestarles los puntos, exagerar las ideas ajenas y devolverlas, ya lo suficientemente caricaturizadas, al patíbulo del “X” (ex Twitter).

Ese patíbulo donde justamente la incongruencia de su pinta, la ortodoxia de su doctrina, su falta total de duda de ningún tipo, lo convirtieron en un héroe para los suyos y un villano para los contrarios, alguien que se ama o se odia, o más aún, alguien que se ama odiar.

En la tribuna del programa “Sin filtros”, el único partido en que realmente milita, se presenta como eso mismo, alguien que no tiene miedo a ser odiado, despreciado, repelido, por sus adversarios, que son, apenas se prenden las luces, sus enemigos.

Las estrategias que usa para quedarse con la palabra o la razón no pueden dejar de desesperarme tanto como admirarme. Porque no puedo, por más rabia que me da su modo de generalizar, de buscar el lado débil del contrario y apretar ahí con tranquila furia, dejar de mirarlo hipnotizado. Como si su soledad, la que lo lleva siempre a estar a la extrema derecha del panel, de no tener nunca aliados, resonara con alguna soledad mía, esa que le me ha llevado a mi tambien a ser insultado sin fin ni comienzo en la misma X que lo tiene de casero.

Comprendí recién lo que nos unía y separaba centralmente viendo una entrevista reciente del candidato en Vía X. En ella relataba, al borde de las lágrimas, una emoción que suele evitar en los debates, cómo lo golpearon sistemáticamente sus compañeros de curso en el colegio todos los años de su escolaridad.

Enclenque, no del todo agraciado, dedicado a los libros, lanzando siempre ideas contrarias a la de la mayoría del curso, era la víctima ideal de la rabia o el ocio de sus compañeros. Lo salvaron solo dos de ellos, uno que hoy es de izquierda, que lo protegieron, le conversaron y se convirtieron en sus amigos hasta el día de hoy.

Yo también fui víctima de bullying en varios países y sé por eso mismo que hay algo de enviciante en la dolorosa dialéctica del humillador humillado que te enseñan tus compañeros de curso cuando apenas sabes nada de la vida. Tambien sé que el dolor de ser burlado, rechazado, mal visto, no se borra nunca, pero se aprende a usar con las palabras, armas que pueden no solo defenderte de los enemigos sino propinarles a ellos, de vuelta, merecidas humillaciones.

Pasar por el bullying te permite querer un mundo más justo en que nadie vuelva a sufrir ese dolor, o te hace ver que el bullying como permanente e inevitable, un orden del mundo en que solo puedes, si eres astuto y culto, pasar del bando de los buleados a de los buleadores. En generales estas dos alternativas conviven en la misma persona. Uno quiere un mundo más justo y suave y al mismo tiempo quiere uno vengarse del dolor propinado y usar las palabras, los conceptos, los votos también, para vengarse de los que se reían de ti.

La contradicción que habita en Pancho Orrego debe nacer de ahí: De las ganas de reparar la injusticia de la infancia y de saber que esa te hace invencible, que te convierte en parte del clan de los fuertes que están llamados a despreciar al de los débiles. Las ganas de ser el amigo de todos y de saber que, como enemigo, te quieren mejor.

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