El Senado aprobó la reforma de pensiones el lunes y, tal vez, cuando se publique esta columna, la iniciativa ya esté despachada por el Congreso Nacional. La premura, en buena medida, ha respondido a la premisa de que, si no hacíamos nada, nos caía la noche. Ello dadas las malas proyecciones fiscales y macroeconómicas para el país, el mermado ahorro -por los retiros de los fondos de pensiones- y porque las políticas públicas vigentes, como la PGU, están presionando fuertemente el menguado erario fiscal.
Problemas, en buena medida, generados por las autoridades de ayer y hoy, pero de los que terminan haciéndose cargo los ciudadanos de a pie.
Sin embargo, el contrafactual nunca fue “hacer nada”, sino algo diferente a la introducción del reparto en el sistema y a que el Estado juegue un rol relevante en el mercado de capitales. Fuera de ello, esta reforma contiene una serie de desincentivos a la formalización de los trabajadores, un sobre costo enorme para los empleadores, que será traspasado, y establece beneficios definidos, con cargo a cotizaciones, promoviendo que la política continúe presionando no solo las arcas fiscales, sino la de los trabajadores de clase media para el otorgamiento de más beneficios sociales, que era, paradojalmente, el problema que venía a resolver.
El CFA señaló que el principal riesgo de la reforma radicaba en la proyección de recaudación de la ley de cumplimiento tributario la que, por lo demás, debe destinarse a fines generales, siendo las pensiones uno de ellos, pero no el único. Dado eso, el CFA responsablemente instó a los colegisladores a rebajar inicialmente los beneficios sociales y sugirió que éstos pudieran ir incrementándose en la medida que se recaudare lo proyectado, sumando gatillos automáticos asociados a metas de balance estructural superavitario.
El ministro de Hacienda acogió el llamado, pero de una manera diversa a lo recomendado. Lo hizo aplanando la entrada en vigor de la mayor cotización, manteniendo, en todo caso, la prioridad de aquellas que entran al fondo común, y no las que engrosan las cuentas de capitalización individual y refuerzan el ahorro en el mercado de capitales. Fuera de aquello, atrasar unos años la mayor cotización no se hace cargo de si la reforma tributaria logrará recaudar, en forma permanente, lo que la DIPRES estimó.
Más allá de estas aprensiones, hay una más preocupante que es el precedente que sienta esta reforma y que, me temo, se replicará en otras. La política ha abierto una “tercera vía” de financiamiento para las políticas públicas. El así llamado “préstamo”, que haremos los cotizantes al Fondo Autónomo de Protección Previsional (FAPP, que es como la nueva versión del otrora “Ente”), abre la puerta, y ancha, para que la fórmula se emule en otras materias.
Hoy se fía y, me temo, mañana también. Y no solo en pensiones, pues la pulsión a ser dadivosos con la plata ajena se ha robustecido en esta pasada.
Partamos por decir que el “préstamo” no es tal. Y de mercado (o justo) menos. Usted no ha dado ni dará su consentimiento previo para prestar su plata; el documento en el que se le reconoce la deuda, en un primer momento (hasta que se jubile, es decir, un momento largo) no puede transarse en el mercado como un bono del Tesoro en una cartera de inversiones, y cuando se jubile, ese documento se intercambia por otro, un bono amortizable con el que podría exigir el pago de lo adeudado, pero en 240 cuotas, a una tasa más desfavorable que la que rentarán los recursos que administra el FAPP. Vaya condiciones, al borde de que tenga que intervenir el SERNAC Financiero.
Luego, el aporte forzoso rememora esos sistemas autocontenidos que el gobierno ha venido impulsando en energía (subsidio eléctrico) y en el nuevo financiamiento de la educación superior.
Sobre la marcha, y con todas las injusticias que detectan los políticos a diario, el camino autocontenido no tendrá, paradojalmente, contención. Esta es una alarma que no debe dejar de ser expuesta públicamente, además de que estas “autocontenciones” contrarían la Constitución, porque los impuestos (eso son estas autocontenciones, ya sea hoy o en el futuro) son para fines generales.
Si lo aceptamos ahora ¿Qué impide que mañana el Estado nos pida plata “prestada” para financiar déficits en la educación escolar pública o en el sistema público de salud? ¿No pagamos acaso suficientes impuestos? ¿Por qué habría el Estado de esforzarse en tener mayor recaudación vía crecimiento económico o en cortar el gasto público mal evaluado, si siempre estarán los chilenos para “prestarle” la plata?
Si el Estado tenía recursos hoy para contribuirlos al FAPP, como dice la reforma ¿Por qué no los destinó a financiar los beneficios sociales que viene prometiendo? Y si no tenía suficiente para financiar todo lo que prometió (en un año electoral) ¿Por qué no entregar lo que pueda y no más? Esa regla, tan habitual en cualquier presupuesto familiar, no aplica a la política.
Luego, y más allá de mi desacuerdo con la fórmula del “préstamo”, si el FAPP resulta superavitario ¿Por qué no se contempló que nos paguen la “deuda” antes o que los cotizantes disminuyeran el aporte forzado? No solo no se hizo, sino que, cuando eso ocurra, la regla por default es que el Estado ponga menos recursos. De los cotizantes ni hablar.
Concluyo diciendo que era y es imprescindible fortalecer el pilar contributivo del sistema chileno de pensiones, materia en la que hay un claro y transversal consenso. En esa línea, surgieron propuestas que ameritaban ser consideradas, sobre todo con el leverage que tenía Chilevamos. Pero pudo más la premura (y no la deliberación, propia del Congreso) y el vértigo por los acuerdos. Ello ha implicado que la derecha termine dividida y con muchos políticos del sector tratando de “bots” a personas cercanas, que tenían aprensiones fundadas, en un año en que la unidad era clave.
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