-Debido a la polémica que se ha desarrollado con la orden judicial de desalojo de la megatoma de San Antonio, ¿en America Latina, existen casos de usurpaciones de terreno propiciadas por el crimen organizado?
-En el marco de la diversificación de las actividades criminales en la región, las economías ilícitas se han expandido dentro del portafolio del crimen organizado. Si bien el narcotráfico sigue siendo una actividad prioritaria y altamente rentable, no es la única que ejecutan estas organizaciones. La minería ilegal de oro, por ejemplo, ha superado al narcotráfico en términos de ganancias en Perú.
Asimismo, la extorsión, la tala ilegal y otras actividades ilícitas han cobrado mayor relevancia. En este contexto, la usurpación de terrenos y propiedades, así como el tráfico ilegal de tierras, han emergido en los últimos años como economías ilícitas de alto impacto en América Latina.
En muchos casos, las estructuras criminales con capacidad de diversificación generan enormes beneficios a costa de las poblaciones más vulnerables, de manera similar a su control sobre la migración irregular, donde imponen cobros extorsivos a personas en situación de necesidad.
Hoy existen patrones comunes asociados a esta práctica, observados en diversos trabajos de campo. En Perú, por ejemplo, esta industria criminal es extremadamente lucrativa y se conoce como “invasión”, al igual que en Ecuador.
Estas tomas de terrenos son dirigidas por verdaderas mafias que operan en connivencia con funcionarios públicos corruptos. Engañan a miles de familias, y una vez que la invasión se consolida, el Estado se ve imposibilitado de actuar debido a la magnitud del terreno usurpado.
-¿Que componentes comunes se han observado?
-Una combinación de factores como las oleadas masivas de migración irregular, el deterioro económico, las discrepancias entre el marco legal y la capacidad real del Estado para hacerlo cumplir, el crecimiento desordenado de las ciudades, los cambios sociales que fomentan la informalidad y que han generado una retracción del Estado.
Las estructuras criminales saben leer y aprovechar estas condiciones en su beneficio. Casos emblemáticos, como la presencia de la facción Los Gallegos del Tren de Aragua en Cerro Chuño (Arica), las tomas organizadas en Lima Norte (Perú) y las redes de tráfico de tierras en Ecuador y Argentina, revelan patrones comunes de operación que van desde la infiltración en las comunidad vulnerables de grupos delictivos transnacionales hasta la corrupción institucional.
Un fenómeno recurrente en América Latina es que las usurpaciones o invasiones suelen producirse en zonas donde se están desarrollando o se van a ejecutar inversiones públicas de gran envergadura o en territorios donde impera la gobernanza criminal.
Las organizaciones criminales explotan narrativas de justicia social para ganar apoyo comunitario. En Cerro Chuño, por ejemplo, la ocupación inicial se justificó como una respuesta a la crisis habitacional, pero rápidamente fue cooptada por redes criminales que ofrecían “protección” a cambio de lealtad.
En Bogotá y Ciudad de México, falsos líderes de movimientos sociales han negociado con desarrolladores inmobiliarios, vendiendo terrenos usurpados bajo la apariencia de “proyectos comunitarios”. Lo más grave es que detrás de todo este fenómeno siempre está la necesidad de poblaciones extremadamente vulnerables, quienes pueden terminar siendo manipuladas y utilizadas como escudos humanos en estas operaciones ilegales.
-¿Cuanto ganan las estructuras criminales?
-Creo que estimar esa cifra es un tremendo desafío para el mundo académico, no se trata solo del valor al que se vende un terreno irregular a una persona, sino también de los costos que asume el Estado, las pérdidas derivadas por la falta de acceso a servicios públicos —muchas veces administrados por estructuras criminales— y las consecuencias sociales y económicas a largo plazo.
Lo más preocupante es que detrás de este fenómeno siempre está la necesidad de poblaciones extremadamente vulnerables. En zonas urbanas, las organizaciones criminales dedicadas a la invasión de terrenos suelen estar vinculadas a otros delitos, como el tráfico y la microcomercialización de drogas, la extorsión y el sicariato. En zonas rurales, en cambio, estas redes pueden articularse con mafias dedicadas al tráfico ilegal de madera, el narcotráfico y la minería ilegal, operando en estructuras delictivas cada vez más sofisticadas y difíciles de erradicar.
-¿La megatoma de San Antonio, se encuentra en esa condición?
-Creo que sería muy imprudente afirmar o descartar algo sin contar con elementos objetivos. Lo primero es diferenciar a las personas que habitan un terreno por necesidad social -cuyas motivaciones son públicas y evidentes- de quienes propiciaron la ocupación y de cómo se llevó a cabo.
En un contexto como el que vive el país, es una gran irresponsabilidad criminalizar indiscriminadamente estos procesos o, por el contrario, asumir que todo está desligado del crimen organizado. En Chile hay que considerar las condiciones sociales, los efectos de los discursos políticos permisivos y también la ineficiencia del Estado.
Asimismo, tampoco se puede justificar cualquier acción tipificada como ilegal bajo el argumento de una demanda social. Esta ha sido siempre una de las trampas del crimen organizado: ocultarse entre las poblaciones más vulnerables y sus necesidades.
Lo hemos visto con el Tren de Aragua en Cerro Chuño, en Puente Alto o en la toma donde enterraron al teniente Ojeda tras su secuestro y homicidio. El fenómeno de la apropiación violenta o fraudulenta de bienes inmuebles se caracteriza por su capacidad para generar ganancias masivas bajo estructuras criminales sofisticadas y configura un mercado negro paralelo con fuertes vínculos con otras formas de crimen organizado.
No se trata solo del caso de San Antonio. La experiencia de otros países gravemente afectados por el crimen organizado demuestra la importancia de investigar cómo se inicia una toma, quiénes la propician y cómo se desarrolla su logística.
-¿Será posible desalojar la toma de San Antonio?
-Es una pregunta clave que, en realidad, abre otras aún más relevantes: ¿qué pasará con las personas que actualmente habitan allí? Se trata de un debate tanto legal como humanitario, ya que en los asentamientos informales se produce un choque de derechos: por un lado, el derecho a una vivienda adecuada, y por otro, el derecho de propiedad, que se ve vulnerado por la ocupación ilegal.
El Estado, como mediador, debe equilibrar ambas realidades, desde los tribunales, que ya han emitido una sentencia, hasta el ministerio encargado de buscar soluciones habitacionales. Chile cuenta con un plan de emergencia habitacional y procedimientos establecidos para abordar esta problemática. Sin embargo, el crecimiento exponencial de los asentamientos precarios desordena los tiempos y agota los recursos, dificultando su implementación efectiva.
La usurpación de tierras no es un delito menor; representa una amenaza a la seguridad nacional, socava la gobernabilidad del Estado, alimenta economías ilícitas y perpetúa desigualdades. Casos como el de Cerro Chuño o la Toma Santa Marta así lo evidencian.
Chile ha avanzado en una legislación más clara respecto a las usurpaciones, en comparación con otros países. Lo que demuestra el fallo judicial en el caso de San Antonio es que será necesario establecer un protocolo que regule los desalojos bajo distintas condiciones y plazos, considerando el uso de la fuerza, el debido proceso y las condiciones sociales de las familias antes, durante y después de la ejecución.
De esta manera, se puede evitar que estructuras delictivas o corruptas se aprovechen de la situación y generen un nuevo mercado ilícito a partir del limbo legal que se produce entre la sentencia judicial y su aplicación práctica. La primera clave que debe dar el Estado es la presencia. Si la toma es desalojada, la pregunta inmediata será: ¿por cuánto tiempo? ¿Y quién garantizará que no vuelva a ser ocupada: los propietarios, el Estado o ambos en conjunto?
El Ministerio de Vivienda y Urbanismo ha señalado que su labor no es encargarse de los desalojos, sino de la entrega de soluciones habitacionales a través de distintos programas y subsidios que siguen procesos y metodologías específicas. Sin embargo, si se lleva a cabo un desalojo, es el Estado quien debe asegurar las condiciones necesarias para su efectividad.
Lo más preocupante es que, si ninguna institución asume la responsabilidad, el problema se diluye en la burocracia: “como no es mío, no es de nadie”. Y esa es precisamente la raíz del conflicto.
-¿Que otros fenómenos criminales están asociados a este tipo de actuaciones?
-Existen fenómenos más invisibilizados pero sumamente peligrosos a los que hay que poner atención. El Tren de Aragua realiza lo que denominamos “actividades depredatorias territoriales”, que buscan apropiarse y controlar asentamientos, edificios, cuadras, plazas e incluso barrios enteros.
En estos espacios, la organización se convierte en la única autoridad, cobrando arriendo a sus legítimos ocupantes, gestionando servicios básicos como agua y electricidad, controlando almacenes y locales comerciales, utilizando propiedades como prostíbulos, centros de acopio o puntos de venta de drogas.
Además, suplantan al Estado al ofrecer su propia versión de “seguridad y justicia”, implementando centros de tortura para castigar a quienes desafían su control.
En Santiago en el Barrio Yungay estructuras criminales como “Los Bulnes”, “Los Pulpos” y “Los Espartanos” utilizan la usurpación de propiedades como una de sus principales actividades delictivas, junto con el tráfico de drogas y la extorsión donde el componente de control territorial depredatorio juega papel clave en la dinámica de los homicidios registrados en los últimos años en el Barrio Yungay.
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