Manuel José Ossandón se convirtió en presidente del Senado movilizando a dos senadores más de la bancada de Renovación Nacional y consiguiendo el compromiso de dos socialcristianos y una senadora Republicana para apoyarlo en un acuerdo con el oficialismo. Lo hizo contrariando el acuerdo de su bancada y las demás opositoras, que habían concordado elegir como presidente de la corporación al senador de Evópoli, Felipe Kast.
Para el gobierno, esto era evidentemente preferible a que la mayoría opositora controlara íntegramente la mesa del Senado, además que de paso develaba la incapacidad de la oposición para administrar la hoguera de vanidades entre sus liderazgos para conseguir sus objetivos políticos. Todo ello en el contexto del inicio de la campaña presidencial.
El episodio tiene que ver, en parte, con las características y trayectoria personal del senador Ossandón, pero en verdad refleja cómo funciona la política en el Congreso hoy día y la fragilidad e inestabilidad de la gobernabilidad. De hecho, la mesa que abandonó el cargo después de un año de ejercicio, fue elegida rompiendo un acuerdo construido al inicio de esta legislatura, cuando la elección de 2021 redundó en un empate en el Senado, roto más tarde por la salida de los senadores Rincón y Walker de la Democracia Cristiana y la insistencia de ese partido por desplazar de sus comisiones a quienes se habían convertido en opositores.
El tema es que en el Senado están representados 11 partidos políticos y 17 en la Cámara de Diputados, que seis de los 50 senadores y 43 de los 155 diputados no militan en partidos, son independientes. Y que buena parte de quienes militan en partidos se comportan como si fueran también independientes. Los acuerdos de bancada, sin importar cuán democráticos y mayoritarios son, no obligan a todos sus miembros.
De aquí deriva la impredecibilidad parlamentaria hoy día, la dificultad para construir acuerdos y, finalmente, la gobernabilidad del sistema, que depende de un sistema de partidos extremadamente fragmentado y, peor aún, del, comportamiento individual de buena parte de los congresistas que no se someten a decisiones colectivas.
Para resolver este problema acuciante de la democracia chilena, un grupo transversal de senadores propone que el umbral de 5% de votos que rige hoy día para mantener la legalidad de los partidos políticos se extienda a las candidaturas a diputado, de modo que los ganadores que pertenezcan a partidos que no superan el umbral dejen su lugar en la Cámara a perdedores que sean parte de partidos políticos que sí logran superar el 5% de los votos nacionales.
El gobierno, por su parte, no apoya esta medida, pero sugiere establecer la orden de partido para que los parlamentarios estén obligados en ámbitos relevantes a actuar colectivamente sin opción de salirse de la fila.
Las dos medidas van contra la cultura política nacional y son muy difíciles de digerir y aprobar en el Congreso Nacional. La primera porque mete la mano en la urna alterando de manera flagrante la voluntad popular. Será muy difícil de aceptar para el electorado de una región que la persona que eligieron para que los representara en el Congreso sea reemplazada por otra que compitió y no obtuvo el apoyo popular, pero es parte de un partido que tiene fuerza en la capital y consiguió por ello más del 5% de los votos del país, sin importar la diferencia de votos con el ganador en el distrito ni tampoco si acaso representa una posición similar o diferente a éste. Mi pronóstico es que esta norma, de aprobarse, sería efímera, por la crítica que generaría al aplicarse.
La segunda medida propuesta, el establecimiento de la orden de partido, goza de escasa popularidad entre los parlamentarios, que naturalmente se resisten a que las decisiones relevantes se tomen fuera del Congreso, en comisiones políticas o comités centrales de cuestionado funcionamiento democrático. Y si a ello sumamos la escasa valoración ciudadana de los partidos políticos hoy día, la promoción de esta medida se hace cuesta arriba y su viabilidad, por decirlo eufemísticamente, es bastante reducida.
Lo que propongo apunta a resolver el mismo problema planteado, pero sin meterle la mano a la urna ni trasladar las decisiones parlamentarias fuera del Congreso.
En lugar de no permitir el ingreso a quienes ganaron la elección en sus distritos o circunscripciones siendo parte de partidos que no consiguieron superar el 5%, se propone que todos ellos deban, al inicio del periodo legislativo, elegir membresía en la bancada de un partido político que sí consiguió superar el umbral, sea ingresando a éste como militantes o a la bancada como independientes.
Por supuesto, esta membresía debe prolongarse durante los cuatro años del periodo legislativo, norma que también regiría para todos los parlamentarios. De este modo, el Congreso tendrá un número limitado de bancadas, tantas como partidos hayan superado el 5% de los votos nacionales.
Y en lugar de introducir la orden de partido, que pone la decisión lejos de los congresistas, se propone establecer la resolución democrática de bancada, de manera que, si luego de un debate democrático y una votación cuyo resultado alcanza los dos tercios de los miembros de una bancada, todos sus miembros han de votar de acuerdo a esa decisión colectiva. Es en el propio congreso y son los propios parlamentarios los que tomarían las decisiones democráticamente, y se auto obligan a seguir las resoluciones de sus bancadas.
Evidentemente, las medidas anteriores obligan a establecer sanciones graduales que pueden escalar hasta la pérdida del escaño. De establecer ahora estas dos medidas muy simples, se podrá garantizar una reducción muy significativa de la fragmentación del Congreso y, al mismo tiempo, de la deriva individualista que hoy día predomina.
Y si queremos simplificar el sistema político de manera permanente para que se estructuren grandes partidos que representen a las principales corrientes de la sociedad chilena en lugar de intereses de pequeños grupos o caudillos, ello sin castigar a los electores, bastaría restablecer la medida que rigió en las décadas del cincuenta al setenta, que es la prohibición de pactos electorales parlamentarios, de modo que cada partido deba competir en las elecciones legislativas con su propio programa y liderazgos. Ello, como ocurrió en el pasado, obligaría a quienes comparten y compiten hoy por el mismo nicho electoral, a converger en seis a ocho grandes partidos políticos, favoreciendo la construcción de acuerdos mayoritarios y la gobernabilidad de nuestra democracia.
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