En su cumpleaños Nº 211 el país avanza a paso firme hacia un nuevo parlamento, una nueva presidencia y una nueva constitución. A la luz de los hechos, es válido aseverar que Chile, en sintonía con la tendencia global, vive un cambio de época. Y los cambios, por esencia, son experiencias conflictivas. Por un lado se vive el duelo por lo que se deja atrás, y por otro surge la expectativa por lo que vendrá. Emocionalmente el país está dividido, conflictuado, entre el temor y la esperanza
Este contexto es idóneo para que emerja en todo su esplendor el populismo, pues este se alimenta de las divisiones. Los conflictos entre políticos de la misma coalición, las sospechas fundadas acerca de la probidad de las autoridades, los juicios prematuros que libra el periodismo y la creciente sensación de impunidad sirven, entre otros ingredientes, como abono para que crezcan las fuerzas de corrientes populistas.
El riesgo a ser funado en la plaza pública de las redes sociales es tan alto, que las autoridades llamadas a ejercer un liderazgo (hacer lo correcto por sobre lo conveniente) rehuyen de su rol y prefieren disputarse el premio al más indignado en el set televisivo; imbuidos por la falsa noción de que la única forma de empatizar con el dolor ajeno es por medio de la indignación, no de la reflexión.
De un tiempo a esta parte se ha vuelto natural presenciar a políticos, reporteros y rostros televisivos luchando en los matinales y estelares por quién tiene la última palabra (no por quién tiene la razón), en una dinámica que se asemeja más a los paneles de farándula que a los foros de debates.
En este país emocionalmente escindido no hay espacio para escuchar al otro (genuino acto de empatía) y pareciera ser que la ganancia inmediata es a costa de la rabia y no de la comprensión. El ciudadano de a pie, aparte de tener que lidiar con sus propios problemas, ahora también debe presenciar las disputas de quienes están llamados a ayudarle. Nadie sabe para quién trabaja.
Así, entre lágrimas de cocodrilo, han desfilado los retiros de pensiones y los proyectos del royalty minero y el impuesto a los súper ricos. Ninguno favorece a los más desprotegidos (¿cuanto tiempo demora el Estado en fumarse lo recaudado vía impuesto al 1% de mayores ingresos?), sino que todo lo contrario: los dejan sin ahorros, ahuyentan las inversiones y destruyen el empleo. Pero al populismo eso le tiene sin cuidado, porque su principio rector es la división, no la unión.
La separación entre chilenos privilegiados y postergados. Delincuentes reincidentes que cometen delitos graves y son dejados en libertad, empresarios involucrados en episodios de corrupción que pagan con cursos de ética y políticos con prontuario judicial que se presentan a candidatos. Mientras tanto, vecinos y locatarios que viven secuestrados por el narcotráfico y la violencia se sienten, justificadamente, relegados en el olvido.
Así se fue expandiendo la grieta que divide a los chilenos entre ciudadanos de primera y segunda clase ¿Dónde está el principio de igualdad ante la ley? Es tan ofensivo como decir que algunas personas, por su etnia o sexo, debieran recibir un trato preferente por parte de la justicia.
El 18/O extendió la grieta a lo largo y ancho de Chile. El país se dividió en dos bandos, entre quienes consideraban que el Gobierno era un violador de derechos humanos y entre quienes pensaban que el Presidente había dejado de cumplir con su deber constitucional de mantener el estado de derecho. Unos eran víctimas de vulneraciones y otros víctimas de abandono. Dos vivencias totalmente diferentes. Pero en ambos casos son emociones negativas que nutren al populismo: ira y desazón.
El plebiscito fue la vía institucional que encontró la élite para dar un cauce pacifico a estas diferencias que asomaban como insalvables. Se trató de una solución de tenso reposo, donde el marco legal proporcionaría una transitoria sensación de calma que no ha llegado. El espíritu de diálogo brilla por su ausencia y ni siquiera el himno nacional une a los convencionales. De ahí en más, todo es fragmentación. La convención ha devenido en un ritual que legitimó y normalizó la división, donde ningún ciudadano resulta ajeno al estrés que producen las descalificaciones y engaños que brotan desde el ex Congreso.
Para colmo, la falsa enfermedad de Rodrigo Rojas Vade ha llevado a la ciudadanía a perder el último eslabón que les quedaba de ilusión: los independientes. La profunda desconfianza en las versiones oficiales y las figuras instituidas llevó a que la ciudadanía buscara respuestas en nuevos y desconocidos rostros que, por contraste cognitivo, aparecían como más cercanos y puros que “los mismos de siempre”. Después de las firmas fraudulentas de Ancalao y de la estafa del Pelao Vade, esta aura de superioridad se ha evaporado y los convencionales independientes han perdido la venia de la opinión pública. Así como Catrillanca impactó en la línea de flotación al Gobierno, Rojas Vade abrió un forado en el casco de la Convención.
¿Ser medidos con la misma vara que otras autoridades conducirá a los convencionales a zambullirse en un baño de humildad y dejar afuera del Palacio Pereira sus declaraciones soberbias y conductas totalitarias?
A algunos les gustaría creer que la caída de los independientes revaloriza el rol de los partidos políticos, pero para ser cierto, no tendríamos que estar siendo testigos de actos de corrupción en municipios. Habrá que esperar hasta las elecciones de parlamentarios para ver si los candidatos independientes en cupo de partidos tienen mejor performance que los candidatos militantes.
Mientras tanto, solo una cosa es cierta: la conjugación de tres elecciones en los próximos tres meses, sumado al clima de indecisión y crispación que atraviesa la sociedad, parecen ser terreno fértil para que el populismo se siga regando en los hogares de Chile. Al igual que este 18 se regaron copas en honor al cumpleaños de un país emocionalmente trizado.
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