Sin efectuar ni una mínima reflexión sobre la abrumadora derrota sufrida en el plebiscito, Boric cambió apresuradamente algunos ministros y se afanó en disimular el impacto del Rechazo. Para eso, las ministras debutantes Tohá y Uriarte trataron de conseguir un rápido acuerdo con los partidos opositores para producir el efecto mediático de que todo está en suspenso. El objetivo era, obviamente, diluir el efecto del 4 de septiembre y dar a entender que, si no resultó la convención anterior, no hay problema, pues se organiza otra, y que, si el proyecto de Constitución no le gustó a la mayoría, tampoco es un problema, pues se escribe otro. El país es de arcilla.
No hay señales de que el mandatario haya extraído alguna lección de la peor derrota sufrida por las izquierdas en mucho tiempo, y bajo su conducción. Al revés, dijo que él era un “adelantado” para su tiempo. El PC, en un pleno del comité central, explicó la derrota por la perfidia de los adversarios, y de paso reveló cuán grande fue su entusiasmo ante la posibilidad de que la batalla del plebiscito coronara el camino iniciado en octubre de 2019 para materializar “el gran cambio”, según la vieja pauta revolucionaria de copar el poder.
En realidad, Chile se salvó de caer en una turbia dinámica de desarticulación social e institucional que pudo haber conducido a una confrontación devastadora. Paradójicamente, también se salvó el propio Boric, puesto que, si se hubiera aprobado el proyecto de Constitución, se habría creado un escenario de confusión e inestabilidad demasiado grave para las escuálidas capacidades de su gobierno. La ironía es que Boric le debe todo, o casi todo, al orden institucional que el Frente Amplio y el PC han tratado de demoler.
Convencida de que el gobierno debe perseverar en la línea seguida, la ministra Tohá reafirmó la doctrina Boric/Atria: “No se entendería que, después del camino que hemos hecho, desconozcamos el mandato del primer plebiscito”. ¿Mandato del primer plebiscito? Eso sí que es aventurado, pues tal mandato no existe. No es cierto que Chile esté obligado a vivir de convención en convención por tiempo indefinido. El proceso abierto por la reforma constitucional de diciembre de 2019 concluyó con el Rechazo. Si el gobierno quiere una segunda convención, debe proponer otra reforma constitucional, que precise inequívocamente los detalles.
Ha crecido el riesgo de que la clase política camine en círculos, con la mirada extraviada, todavía bajo el temor a otra revuelta y que, como consecuencia de todo ello, el mareo constituyente no le deje ver a Chile. No es un detalle la preocupación que existe en amplios sectores por las torpezas que se acumulan en La Moneda debido a la fragilidad del liderazgo presidencial.
La vía del sentido común, que no requiere aprobar otra reforma constitucional, ni una nueva campaña electoral, ni tampoco un exorbitante gasto del Estado como el que demandó la convención fracasada, es que el Congreso recupere la potestad constitucional que cedió en 2019 por la presión combinada del vandalismo y el populismo. Se trata, simplemente, de que los senadores y diputados recuperen el autorrespeto y ejerzan sus atribuciones.
No parece adecuada la idea de que un comité de expertos redacte un nuevo texto. La cuestión constitucional obliga a adoptar decisiones eminentemente políticas, en realidad las más políticas que se puedan concebir, ya que se trata de las reglas de la democracia. Los expertos pueden asesorar al Congreso, pero en ningún caso reemplazarlo. Los representantes elegidos por los ciudadanos están habilitados para adoptar decisiones sobre todos los asuntos públicos, incluida la modificación de las normas constitucionales. Eso es, por lo demás, lo que el Congreso ha estado haciendo durante 32 años. Y lo que hizo hace poco al rebajar el quorum de las reformas a 4/7.
El Senado cuenta con una comisión de Constitución, Legislación y Justicia, que preside Matías Walker, y la Cámara también tiene una comisión semejante, que preside Karol Cariola. Lo razonable es que ambas comisiones estudien el estado de situación y que luego, en un plazo razonable, definan una propuesta de cambio parcial o total de las normas constitucionales, sobre la cual debería pronunciarse más tarde el Congreso Pleno. La participación del Ejecutivo sería la que corresponde a su condición de colegislador. Una vez definida una propuesta compartida del gobierno y el Parlamento, se convocaría a un plebiscito.
Insólitamente, el presidente del Senado, Álvaro Elizalde (PS), que podría estar liderando el empeño por convertir al Congreso en la sede de los grandes acuerdos nacionales, ya declaró que se podrían elegir nuevos convencionales en enero. Se deduce que en octubre y noviembre los partidos designarían a sus candidatos, y en diciembre el país estaría de nuevo en campaña. Es escandaloso. Quizás, el PS y sus aliados deberían explicarles ahora mismo a los ciudadanos que la convención anterior, que ellos controlaron, fue solo un ensayo, y que el reciente plebiscito no vale, porque ellos perdieron.
Los partidos de gobierno se han equivocado gravemente en los últimos años, y es casi un milagro que Chile no se encuentre en una crisis mayor a causa de sus desatinos. Y de nuevo se equivocan al creer que la paciencia de los ciudadanos es infinita.
Lo decente es que el Congreso justifique su razón de ser y cumpla sus deberes con la República.
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