Pese a los llamados de la presidenta de la Comisión Experta Verónica Undurraga a votar por personas que tengan interés en “escribir una constitución para todos”, la contienda está planteada como una medición de fuerzas entre el gobierno y la oposición. Hay muy poco espacio para que los electores contrarios, distantes, críticos o disconformes con el gobierno lleguen a votar por un candidato o candidata de la lista de un partido oficialista y viceversa. En un país tan polarizado la transversalidad se hace difícil.
También hay que tener presente que al no haber un texto capaz de aglutinar a un amplio espectro de la población más allá y por encima de las opciones políticas de cada cual, como ocurrió en septiembre pasado, podrían terminar imponiéndose las lógicas partidistas con un resultado que termine siendo más parecido al de las últimas elecciones parlamentarias.
Casi nadie conoce a los candidatos, el desinterés de la población es manifiesto y sus prioridades tienen poco que ver con una nueva constitución.
Basta ver los debates para darse cuenta de que los candidatos no están enfocados a discernir sobre el contenido de una nueva carta magna, sino que más bien a difundir propuestas programáticas para resolver los problemas de la contingencia.
Eso lo han entendido también los entrevistadores que terminan preguntándoles su opinión sobre los proyectos de ley en tramitación en el congreso, anuncios presidenciales, el asalto del día o las declaraciones de algún personaje.
Los candidatos han sido seleccionados exclusivamente por los partidos políticos constituidos (dejando fuera la posibilidad de listas de independientes) y por ende lo natural es que los electores busquen por quién votar según su simpatía o adhesión a la filosofía de un partido político que le parezca más afín.
No digo que las capacidades, el carisma o los planteamientos de los candidatos individualmente considerados sean totalmente irrelevantes, pero será una minoría no determinante la que saldrá de “shopping” en busca de la persona que le resulte más idónea independientemente de la filiación o simpatía política del candidato.
La partidización de la elección también ha sido retroalimentada por la franja, cuyos contenidos, imágenes y formato parecen más propios de una elección presidencial binaria que la de delegados a una asamblea constitucional; acrecentando la percepción entre los ciudadanos-electores que están siendo convocados a pronunciarse por opciones ideológicas y a opinar sobre el estado general de la nación.
De hecho, las franjas de todos los partidos y pactos tienen un hálito reminiscente a la que se usó para el plebiscito de salida donde, sin lugar a duda, estaba en juego el modelo de sociedad y el destino del gobierno del presidente Boric.
La guinda de la torta, que acentúa el carácter dicotómico de la elección como una disputa gobierno versus oposición, es la conducta insólita de los expertos y expertas, que han terminado dividiéndose en dos bancadas, la oficialista y la opositora.
Siempre se supo que al ser designados por el congreso el factor “político” era inevitable, pero se esperaba que fueran capaces de entender que estaban actuando como individuos y no como una verdadera bancada parlamentaria, que es en lo que se han transformado. Opera el efecto “manada”, donde toman decisiones colectivas sobre como votar achicando la posibilidad de cruzar fronteras.
En el Chile de hoy el factor identitario más importante que define a los partidos políticos es su cercanía o lejanía en relación con el gobierno, un fenómeno del cual no pueden escapar. El caso del PPD y su pretensión de marcar distancias con el gobierno es el mejor ejemplo ya que, pese a tener excelentes candidatos, es visto como una colectividad gobiernista, lo que sin duda afectará su capacidad de lograr el voto transversal que necesita.
Entiendo perfectamente que el gobierno y el presidente no quieran oír hablar de que la elección del domingo pudiera ser un referéndum sobre su gestión y de hecho han tratado por todos los medios, a diferencia del proceso anterior, de tomar distancia.
Pero el país está polarizado y fragmentado políticamente con la emergencia de nuevos partidos y movimientos que buscan representar a distintos sectores de la sociedad; muchos de ellos sin ningún sustento ideológico que hacen gala de su “pragmatismo” que, en estas circunstancias, los lleva por mero cálculo electoral a posicionarse contra el gobierno. Partidos como el PDG, que se comportan como inversionistas y que entienden que hoy pegarle al gobierno es rentable.
El proceso electoral fue diseñado para que lo manejaran los partidos políticos con un sistema que es una copia fiel de la forma como se eligen los senadores, lo que significa que los partidos podrán movilizar a sus huestes usando su maquinaria electoral. De modo que es posible que el gobierno sufra una derrota el próximo domingo, pero no necesariamente un completo desastre.
A diferencia de lo ocurrido en el plebiscito de salida esta vez toda la izquierda, incluyendo al socialismo democrático, votará por los candidatos de las listas oficialistas. Cualquier porcentaje que supere el 38% podría ser celebrado casi como un triunfo.
Sin embargo, la verdadera catástrofe para el presidente Boric y para la izquierda, capaz de provocar una crisis existencial en el seno del gobierno, sería que la derecha se haga con el control total del consejo constitucional.
En tal caso podríamos terminar con un texto “infumable” para el oficialismo que sepulte sus reformas emblemáticas, como pensiones y salud, cuyos elementos más controvertidos quedarían zanjados en normas constitucionales inapelables. Una especie de repetición de los errores que liquidaron el proceso anterior, trasladando la disputa al plebiscito de salida.
Esa posibilidad un tanto apocalíptica se basa en la presunta intransigencia de un sector de la derecha que se negaría a negociar. Sin embargo la única evidencia empírica que tenemos de semejante escenario ocurrió cuando la izquierda tuvo la mayoría absoluta en la convención y barrió con sus adversarios.
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