Desde que se destapó el caso Monsalve nada le ha salido bien al gobierno. Ni la fortuna le ha permitido al presidente dar pie con bola. Todo lo que ha hecho con, o a pesar de, su equipo de asesores ha sido un error, transformando lo que pudo haber sido una oportunidad en lo que muy probablemente sea la crisis política autoinducida más estruendosa desde el retorno a la democracia.
Que sea una crisis autoinducida lo hace tanto o más peor. No es ni culpa de los familiares del presidente (como el caso Caval), ni de los partidos (como el caso Penta-SQM), ni del sistema (como el MOP-Gate), ni del modelo (como el estallido social). Es solo culpa del gobierno, que pudiendo haber hecho lo correcto desde el comienzo, o incluso haber enmendado el rumbo después, no hizo nada.
Por eso, es evidente que la crisis no puede considerarse una sorpresa. Es el resultado natural de un gobierno desgastado, alienado, perdido y últimamente de una cúpula incapaz de entender lo que le conviene hacer para sobrevivir.
La “semana negra”, que comenzó con la conferencia de prensa del presidente y se agravó con la explosión de la bomba molotov dentro del INBA, es solo una manifestación del problema de fondo. Por lo mismo, resulta difícil imaginar una situación en la que el presidente pudiera haber actuado a tiempo y con sensibilidad para hacerse cargo del caso Monsalve, al igual que es complicado pensar en una respuesta del gobierno a los estudiantes quemados que se percibiera como una genuina preocupación por la educación pública.
En lo primero, es evidente que el error está en el mismo presidente, que no supo, no quiso o no pudo actuar de manera distinta ante lo que para todos era un choque de trenes en cámara lenta. La verdad es que no pudo contenerse. Confundió lo que él cree que es temple y transparencia con lo que en realidad es impulsividad e intromisión. Incluso haber ignorado el asunto desde el inicio para luego tomar medidas drásticas habría sido mejor que lo que se hizo.
Por la frecuencia con que se repiten estos errores, resulta difícil pensar que el presidente reconozca que esto es un problema. También es evidente que sus asesores y amigos cercanos no son capaces de decírselo de manera convincente. Así, está claro que de aquí al final de su mandato no habrá un “borrón y cuenta nueva” que le permita a Boric presentarse de otra manera. Ni siquiera parece probable que logre hacerse cargo de los problemas de una forma responsable, consistente y útil para eliminar las dudas. Lo más probable, a juzgar por su comportamiento, es que cualquier cambio vendrá después de su gobierno, bajo la forma de arrepentimiento y aprendizaje en el marco de un posible retorno.
En cuanto al segundo tema, la explosión de la bomba molotov que casi le costó la vida a cuatro estudiantes, está claro que el problema radica en la inflexibilidad, oportunismo y cinismo de un sector político que se siente moralmente superior al resto y que ha construido su identidad en torno a la ambición de poder.
Las molotov estallaron en el INBA porque nadie prohíbe la entrada ni la manipulación de artefactos explosivos en el establecimiento. Las autoridades, desde la dirección del colegio hasta la alcaldesa y concejales de Santiago, pasando por el ministro de Educación, han sido complacientes con la violencia. Si hubieran actuado a tiempo, esos alumnos no se habrían quemado. No estarían jugando con molotov en el colegio, y sus vidas serían mejores de lo que son ahora, y de lo que probablemente serán en el futuro.
La dura realidad es que hay un sector político que protege este tipo de actividades porque cree que le benefician electoralmente. Según sus cálculos, necesitan protestas, inestabilidad y desorden para ganar. Por eso votaron en contra de medidas como la Ley Aula Segura, se han opuesto a tipificar como terrorismo lo que ocurre en la macrozona sur, y han permitido, de manera implícita, la instalación de la crisis de seguridad.
En resumen, todo viene de antes. La “semana negra” es el resultado de una complacencia desatendida, la incapacidad del presidente para reaccionar de manera correcta y oportuna, y la hipocresía del sector político que lo apoya. No es fácil argumentar que este choque de trenes podía haberse evitado. Tanto la gran crisis autoinducida de este gobierno como la quema de los estudiantes eran inevitables en el marco general. Que esto haya sucedido bajo este gobierno no es casualidad. El presidente no ha atendido las necesidades de su gabinete a tiempo, y su sector político ha sido incapaz de revisar y cambiar su posición frente a temas que, aunque le ayudaron a llegar al poder, ahora le perjudican en su deseo de mantenerlo.
Al final, la administración de Boric se ha transformado en una especie de gobierno “postventa”. Administra lo que considera es la culpa del gobierno anterior. No hace cosas, las cosas le pasan. La pasividad ha llegado a un punto incontrolable, y por lo mismo no sería sorprendente que más situaciones como estas continúen ocurriendo. La inacción se ha convertido en una política por defecto, y las consecuencias, aunque predecibles, parecen inevitables.
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