La política sin políticos: el debate sobre las AFP. Por Ignacio Imas

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Los diputados Jaime Naranjo (PS), Tomás Hirsch (PAH), Andrés Giordano (FA), Luis Cuello (PC), Juan Santana (PS), Gael Yeomans (FA). Crédito: Agencia Uno. 

La propuesta de plebiscitar la existencia de las AFP es un síntoma de una crisis más profunda. En un intento por responder a las demandas sociales, los políticos están dispuestos a ceder su responsabilidad, diluyendo el sentido de la representación democrática. Una democracia sin políticos puede parecer atractiva en tiempos de descontento, pero es un espejismo. La ausencia de intermediarios no elimina el conflicto político; simplemente lo traslada a otros espacios, muchas veces menos democráticos y más opacos.


El siglo XXI comenzó marcado por una desafección creciente hacia las instituciones tradicionales, una pulsión que se venía sintiendo desde mediados de la centuria anterior. En todo el mundo, la confianza en los partidos políticos, los congresos o parlamentos y los líderes democráticamente elegidos se ha erosionado, impulsada por escándalos de corrupción, incapacidad para responder a crisis sociales, y la percepción de que las élites políticas están desconectadas de las necesidades ciudadanas, esquivando responsabilidades y culpando a organismos técnicos en muchas ocasiones.

Movimientos como el ascenso de líderes populistas y este vértigo actual que caminamos por la cornisa de una permanente crisis son síntomas de una misma enfermedad: la crisis de representación y confianzas.

Chile no ha sido ajeno a esta tendencia. Sabíamos que las personas eran críticas de sus tomadores de decisiones, sin embargo eso se hizo más palpable desde la crisis social y política de octubre en 2019. A pesar de esfuerzos y preocupaciones que intentan comunicar, parece quedarse en buenas intenciones pero escasa sustancia, agravando el diagnóstico. Es claro que esta desafección no solo impacta a los integrantes de la política, sino también a sus dinámicas.

Este malestar ahora también es por cuestiones básicas del oficio de la política, como las negociaciones y acuerdos. Es cierto, muchos de estos procedimientos pueden ser imperfectos, pero son los que cualquier democracia representativa tendría, además, mientras se cumpla con el objetivo de dar respuesta, es lo más optimo que se puede ofrecer hoy. En este escenario, propuestas como la de plebiscitar la existencia de las AFP surgen como un intento vacío de acercar la política a la ciudadanía. Sin embargo, detrás de esta idea, subyacen riesgos profundos que podrían transformar el sistema político chileno en algo irreconocible.

Diputados oficialistas han planteado una modificación constitucional para permitir un plebiscito sobre el futuro del sistema de pensiones chileno, concretamente sobre la continuidad de las Administradoras de Fondos de Pensiones. La idea parece simple y poderosa: permitir que la ciudadanía que decida sobre un tema que afecta directamente su vida. A primera vista, este mecanismo parece un ejemplo de empoderamiento ciudadano, pero el trasfondo es más complejo.

El debate sobre las AFP no es nuevo y, en su esencia, no se trata solo de mantenerlas o eliminarlas, sino de construir un sistema de pensiones sostenible, justo y eficiente. Sin embargo, reducir esta discusión a una pregunta binaria desdibuja la profundidad del problema.

Reformar el sistema previsional chileno implica decisiones técnicas, y un diseño institucional que requiere consenso político y planificación a largo plazo. La propuesta de plebiscitar este tema parece más una respuesta efectista a la desconfianza ciudadana que una solución seria y estructural. Es intentar sacar las castañas con las manos del gato, ya que por ahora los diputados de corte más identitario no tienen ni de cerca la mayoría para esto. Asimismo, desconocen que meternos en estas lógicas plebiscitarias puede ser un camino sin retorno.

La idea de recurrir a plebiscitos para resolver cuestiones importantes no es nueva, por cierto, pero su proliferación puede marcar un cambio profundo en la forma de hacer política. En su esencia, la democracia plebiscitaria plantea un modelo donde las decisiones relevantes se toman directamente por las personas, sin intermediarios. Aunque esto suena atractivo, en la práctica plantea riesgos significativos.

Los plebiscitos tienden a simplificar debates complejos, reduciendo problemas multidimensionales a una elección binaria. Esto no solo distorsiona la naturaleza del problema, sino que impide discutir las múltiples aristas necesarias para encontrar soluciones reales. Los políticos y los partidos han sido tradicionalmente los mediadores entre los intereses ciudadanos y las decisiones estatales, ese es su rol.

La democracia directa, cuando se utiliza en exceso, erosiona este papel. Si bien los políticos no están exentos de críticas, eliminar su mediación puede dar lugar a decisiones apresuradas y menos informadas. Los plebiscitos suelen ser dominados por emociones y pulsiones temporales, lo que los convierte en terreno fértil para la manipulación. En lugar de fomentar un debate profundo, terminan siendo concursos de popularidad o ejercicios de presión social.

Si hoy se plebiscitan las AFP, ¿qué evitaría que mañana se plebiscite la cantidad de diputados, senadores, o incluso la necesidad de tener un Congreso? En un contexto de desconfianza institucional, el riesgo de caer en dinámicas populistas y simplistas es alto. La proliferación de plebiscitos también puede convertirse en una herramienta para que los políticos eviten asumir el costo político de tomar decisiones difíciles. En lugar de legislar y debatir, delegan en la ciudadanía temas que deberían ser resueltos por quienes tienen el mandato de gobernar.

Una democracia que confía en los plebiscitos para solucionar sus problemas corre el riesgo de convertirse en un sistema inestable, donde las decisiones fundamentales se toman al calor del momento y sin considerar sus implicancias a largo plazo. La institucionalidad democrática se basa en un delicado equilibrio entre representación, deliberación y participación ciudadana. Sustituir este equilibrio por consultas populares recurrentes podría desmantelar los cimientos de la democracia representativa.

En una democracia plebiscitaria, el debate político y la búsqueda de consensos —elementos fundamentales para abordar los problemas estructurales— se ven relegados a un segundo plano. La política se convierte en un ejercicio de corto plazo, dominado por soluciones efectistas y por una competencia por captar emociones más que razones.

La propuesta de plebiscitar la existencia de las AFP es un síntoma de una crisis más profunda. En un intento por responder a las demandas sociales, los políticos están dispuestos a ceder su responsabilidad, diluyendo el sentido de la representación democrática. Una democracia sin políticos puede parecer atractiva en tiempos de descontento, pero es un espejismo. La ausencia de intermediarios no elimina el conflicto político; simplemente lo traslada a otros espacios, muchas veces menos democráticos y más opacos. En última instancia, una democracia plebiscitaria no es una democracia más participativa, sino una democracia más frágil, donde los políticos deslinden sus responsabilidad y por qué no, su trabajo en otros.

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