Agosto 3, 2024

La Historia rinde cuentas. Y también las cobra. Por Héctor Soto

Ex-Ante

Tres libros que sirven para repensar nuestras experiencias como país. El primero es de una historiadora peruana que explica por qué Chile ganó la Guerra del Pacífico. El segundo es un juicio contra el autor de La fronda aristocrática. El tercero, un seguimiento a las nociones de pueblo que se instalaron en la izquierda, el centro y la derecha a partir de 1945.


La guerra y su épica. Es difícil que Chile haya estado tan al borde del abismo como lo estuvo en los años de la Guerra del Pacífico. El conflicto se precipitó en el que tal vez era su peor momento, aunque ya a esas alturas uno de los escenarios más catastróficos parecía improbable.

Sí, porque se había alejado la posibilidad de que Argentina firmara el tratado secreto de alianza militar que cuatro años antes de la guerra habían suscrito Perú y Bolivia. Argentina no firmó no porque no lo quisiera su presidente, Domingo F. Sarmiento, o los diputados que celebraron por amplia mayoría la idea. No, no lo suscribió por temor a que Brasil viera en esta alianza matonesca una provocación a su diplomacia. La sombra brasileña, hay que reconocerlo, nos salvó.

En todo caso, al desatarse el conflicto bélico del 79, en Chile las finanzas públicas estaban por el suelo, la crisis había llevado a la quiebra a varios bancos, se hablaba de hambrunas en distintas partes del país, Arauco estaba al rojo y el bandidaje hacía ilusorio el control del Estado en vastas zonas rurales del Valle Central.

En su libro Guerreros civilizadores la historiadora peruana Carmen McEvoy recuerda esas circunstancias y atribuye a los engranajes de la sólida maquinaria estatal chilena una incidencia decisiva en lo fue el curso de la guerra y la victoria chilena.

El presidente Aníbal Pinto, que nunca había querido la guerra y era lo menos parecido a un conductor de multitudes, actuó sobre todo con serenidad y realismo. Siendo liberal, convocó a su gobierno a los sabios de la tribu del mundo conservador, partiendo por Antonio Varas, y de hecho encontró en su partido, el Nacional, una de las fuerzas más leales con su administración.

Desde luego, la dirección militar de la guerra fue crucial. Pero, tanto como eso, también lo fue -según la historiadora- la administración civil de cientos de burócratas entrenados en el servicio público que el país desplazó en dirección a las conquistas en la zona norte. Esos cuadros eran los que Chile tenía y el Perú no. De algo sirvió tener instituciones y una moral de servicio público.

El país, en cualquier caso, se la jugó muy a fondo: en Santiago, en provincias, en aldeas perdidas, rifas, bailes, representaciones teatrales, exaltaciones patrióticas, todo servía para recaudar fondos, financiar uniformes y movilizar organizaciones.

La Iglesia, dice McEvoy, fue clave. El arzobispo Casanova, junto a una pléyade de capellanes uniformados, temiendo quizás que la masonería se le adelantase en la causa patriótica, exaltó la defensa de la patria como una guerra santa y más de alguien recordará que José Miguel Varela, el protagonista de Veterano de tres guerras, decidió enrolarse en el ejército luego de escuchar la prédica del cura un domingo de 1879 en Melipilla.

Guerreros… plantea que, si bien Chile ganó la guerra, ejerciendo a menudo unos niveles obscenos de violencia, el triunfo le significó un plato envenenado: los yacimientos salitreros. Esta riqueza, según la autora, habría corrompido a la austera república y la habría metido en un largo túnel de conflictos y disociaciones que vino a desembocar en la guerra civil de 1891. ¿Discutible la tesis? Por supuesto. ¿Quién dijo que en la historia no hay espacio otras miradas, incluso para la provocación y el disenso?

Un historiador en el banquillo. En Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile, Rafael Sagredo, premio Nacional de Historia, parte hablando de la desviación autoritaria de Edwards y de su fascinación por los hombres fuertes. Al promediar su ensayo, ya queda claro que Edwards era por lo bajo un sujeto de simpatías abiertamente fascistas. Y al concluirlo, Edwards ya no tiene vuelta porque su pensamiento fue profundamente antidemocrático, porque su entusiasmo y colaboración con la dictadura de Ibáñez lo vuelven impresentable y porque mistificaciones histórico-políticas como la suya son las mismas que ampararon el golpe militar del 73.

En la portada del libro aparecen incluso las fotografías de Ibáñez y Pinochet, no obstante que difícilmente Edwards se hubiera sentido muy cómodo con el modelo económico de los Chicago Boys, tal como tampoco se sintió así, por ejemplo, Mario Góngora.

El ensayo de Sagredo sorprende por el tono de trinchera. Es historia en tenida de combate. Este no es un trabajo para entender a Edwards, considerado por largo tiempo el gran patriarca de la historiografía conservadora. El propósito es simplemente ajusticiarlo. ¿Es lícito un trabajo así? Por supuesto que sí. ¿Es interesante? La verdad es que no mucho porque no entrega insumos especialmente valiosos para comprender las tramas intelectuales que se jugaban en el personaje. Puesto que, aparte de haber sido historiador, Edwards también fue un político, está claro que no todos sus escritos tuvieron el mismo horizonte o densidad. Y no todos han envejecido bien.

La suya, por lo demás, fue una época complicada, no solo porque en lo político la democracia liberal, de la cual siempre Edwards fue muy crítico, estuvo en esa época contra las cuerdas en medio mundo, sino también porque la Gran Depresión fue una hecatombe.

Sagredo es severo con el personaje. Identifica sus sesgos, sus mañas, sus duplicidades, sus trampas intelectuales. Tiene ciertamente un punto cuando insiste en la responsabilidad política y moral del historiador. Recoge con acierto y dramatismo, hacia el final de su ensayo, la experiencia del propio historiador a raíz del fracaso que selló su vida política, cuando cae la dictadura de Ibáñez.

Ahora bien, asimilado todo eso, el hecho concreto es que Edwards no anduvo tan extraviado en su crítica a la república parlamentaria.  Hay matices. No todo es en blanco y negro. ¿Por qué hasta el día de hoy Edwards sigue siendo una figura intelectual de tantos reconocimientos? ¿Y por qué La fronda aristocrática permanece, tal vez no incólume, como uno de los ensayos históricos más articulados, inspirados e influyentes jamás escritos en nuestro país?

En nombre del pueblo. Planteado como una historia intelectual de la democracia en Chile, el ensayo La hora del pueblo es un interesante repaso por los momentos de entredicho, de devaluación, de expansión, de desencanto y de veto de la idea de democracia en nuestro sistema político.

Porque, ¿de qué democracia hablaba la izquierda cuando la reivindicaba como ideal en Chile en la primera mitad del siglo XX? ¿Era ese concepto parecido, por ejemplo, al que los partidos de derecha decían tener? ¿Era esa misma noción la que luego proclamó la izquierda, cuando la revolución cubana la metió en un callejón semántico sin salida entre la vía pacífica y la vía armada?

¿Cuánto, por otra parte, se enredó a la hora de reconocer, más la Falange que la DC probablemente, atendido el rechazo de estas colectividades al liberalismo en el plano económico y atendida también la opción por una sociedad comunitaria, que la democracia pluralista y liberal era el mejor sistema de gobierno?  ¿Qué fracasó o se salió de madre en la Revolución en Libertad?

Por otro lado, ¿qué fue de esa derecha conservadora que, declarándose antimoderna, optó resueltamente en los años 40 y 50 por el veto tanto a la modernización del país como a la democracia?  Bueno, de todo esto habla el libro del historiador Diego González Cañete (La hora del pueblo, Historia intelectual de la democracia en Chile (1945-1965). Es un trabajo valioso que le toma el pulso a las diferentes nociones de pueblo que anidaron en el imaginario intelectual de las principales fuerzas políticas, varias de las cuales no siempre conversaron muy bien con la lógica de la democracia.

FICHAS DE LOS LIBROS

Guerreros civilizadores.  Política, sociedad y cultura en Chile durante la Guerra del Pacífico. Carmen Mc Evoy. Ediciones Universidad Diego Portales, 432 págs. Santiago, 2011.

Alberto Edwards, profeta de dictadura en Chile. Rafael Sagredo. Ed. Fondo de Cultura Económica. 341 págs. Santiago, 2024.

La hora del pueblo. Historia intelectual de la democracia en Chile (1945-1965). Instituto de Estudios de la Sociedad. 386 págs.. Santiago, 2024.

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