La democracia debe demostrar que es superior a cualquier otra forma de gobierno. Por Sergio Muñoz Riveros

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No necesitamos reemplazar un fundamentalismo de izquierda por otro de derecha. La sustitución de una mala experiencia de gobierno no tiene que derivar fatalmente en otra igualmente disruptiva y disociadora. Necesitamos orden, naturalmente, pero orden democrático. Y eso demanda sensatez y altura de miras en la Presidencia.


La encuesta CEP de marzo/abril de este año pidió a los encuestados que optaran entre tres enunciados. El primero fue este: “La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”. El 44% estuvo de acuerdo, en comparación con el 47% de la medición de agosto/septiembre de 2024 y el 52% de la de junio/julio de 2024.

El segundo fue este: “En algunas circunstancias, un régimen autoritario puede ser preferible”. El 34% estuvo de acuerdo, en comparación con el 31% y el 27% de las encuestas anteriores. El tercero fue este: “A la gente como uno, le da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario”. El 18% estuvo de acuerdo.

Se trata de una cruda muestra del retroceso global experimentado por Chile. Y la mayoría de las encuestas confirma que nada causa mayor temor a la población que los efectos del desorden, la violencia y la ilegalidad. Cuando se preguntó a los encuestados por los tres problemas que debe atender el gobierno prioritariamente, el 60% señaló: “Delincuencia, asaltos, robos”. El juicio sobre las instituciones es muy revelador. El gobierno tiene 16% de confianza, el Ministerio Público, 15%, los tribunales, 14%, el Congreso, 8%, y los partidos políticos, en el último lugar, 3%. En contraste, la PDI, exhibe 60% de confianza, Carabineros 54% y las FF.AA. 51%.

La adhesión a los valores democráticos está condicionada, por supuesto, por la forma en que aparezcan representadas las instituciones y el respeto que inspiren las autoridades. Si el presidente de la República despierta recelo, si los ministros demuestran ineptitud o negligencia, si los parlamentarios provocan rechazo por su frivolidad, en fin, si las corruptelas en el aparato estatal causan amplia indignación, es muy difícil que “la idea democrática” salga indemne.

La democracia no es solo un compendio de principios y normas, o un calendario de elecciones. Necesita demostrar que es un sistema eficaz de resguardo del bien común e identificarse en los hechos con la noción de buen gobierno. Si no lo hace, las declaraciones de fidelidad democrática de los gobernantes suenan abstractas y lejanas. Además, ya hemos visto cómo algunos invocan la democracia en el mismo momento en que están socavando sus normas.

El régimen democrático no podrá echar raíces firmes si no encarna un pacto inequívoco de defensa de las libertades en cualquier circunstancia, pero, además, si no muestra cada día que sus procedimientos constituyen la mejor vía para mejorar las condiciones de vida, en particular de los sectores mas vulnerables. Al respecto, es indispensable recordar el comienzo de la transición, en 1990.

¿Qué habría pasado si el gobierno del presidente Aylwin hubiera fallado en el ámbito económico-social, y el país hubiera sido arrastrado a un período de agudos conflictos? No cuesta imaginar que el riesgo de inestabilidad e involución habría sido muy grande.

Afortunadamente, no ocurrió. La democracia naciente mostró capacidad de alentar el crecimiento económico y la protección social, en lo cual influyó que Aylwin iniciara su gestión en un momento en el que la economía iba hacia arriba, como lo reconoció Alejandro Foxley, ministro de Hacienda de Aylwin, al valorar la tarea cumplida por Hernán Büchi, el último ministro de Hacienda de Pinochet.

La democracia necesita probar que es superior, y eso exige, además de pedagogía política constante, que los gobiernos lleven a cabo una gestión fructífera. El problema, sin embargo, es que los juegos de la política –o sea, las reyertas por el poder-, suelen generar problemas que finalmente bloquean las posibilidades de progreso y terminan dañando el edificio institucional.

Si se ha debilitado la adhesión a los fundamentos de la democracia, es sobre todo porque las instituciones perdieron vitalidad y fueron afectadas por los “negocios privados” en las formas de hacer política. Clientelismo, operaciones espurias, populismo galopante, dispendio de las platas públicas, todo aquello que explica que el Congreso y los partidos ocupen los últimos lugares en la confianza ciudadana.

Está demostrado que la Presidencia de la República perdió estatura y respetabilidad en estos años, lo cual ha afectado las nociones generales sobre la superioridad de la democracia. Boric representó una forma de ilusionismo político que, estimulado por el desvarío de octubre de 2019, buscó cambiar el país de un modo que, si hubiera tenido éxito, lo habría empujado a un largo período de atraso y decadencia.

¿Qué hizo el PC? Ayudó a la nueva izquierda inexperta a fijar las “prioridades progresistas”, con el fin de que surgiera en Chile una “democracia avanzada”, según el concepto de Carmona. Nuestro país se salvó de una inmensa catástrofe gracias a que el proyecto de Constitución por el cual Boric se jugó la vida, fue rechazado por los ciudadanos, en septiembre de 2022. Y todo sugiere que su gobierno no tendrá un final épico.

Existe el riesgo de que se potencie el discurso de los autoritarios de derecha, con elementos de reduccionismo comparables a los de los autoritarios de izquierda. Nada bueno puede esperarse de eso. Y ya estamos viendo nuevos encandilamientos con falsos brillos, como los de quienes creen que Chile debe emular la experiencia carcelaria de Bukele, o la motosierra y el discurso de odio de Milei.

No necesitamos reemplazar un fundamentalismo de izquierda por otro de derecha. La sustitución de una mala experiencia de gobierno no tiene que derivar fatalmente en otra igualmente disruptiva y disociadora. Necesitamos orden, naturalmente, pero orden democrático. Y eso demanda sensatez y altura de miras en la Presidencia.

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