La reforma de pensiones está ordenando el mapa electoral de 2025. Sus partidarios y sus críticos, los partidos y los movimientos, se están activando en antelación a la elección primaria de junio y la elección presidencial y parlamentaria de 2025. A medida que se define el resultado definitivo de la legislación, todo apunta a la consolidación de cuatro grandes sectores políticos, marcados por una fuerte polarización y realineamientos estratégicos.
Como antecedente, el sistema de partidos se está expandiendo. El número efectivo de partidos ganando representación parlamentaria cada año es mayor. Si en los noventa solo dos listas electorales obtenían la gran mayoría de los votos, hoy son alrededor de cinco: dos de izquierda, el Partido Comunista y el Frente Amplio, dos de derecha, Chile Vamos y el Partido Republicano, y uno que se mueve entre la izquierda y la centroizquierda, la ex Nueva Mayoría.
Así, el sistema de partidos que se ha ido configurando de abajo hacia arriba (entradas en elecciones comunales se han traducido en victorias a nivel legislativo), hasta llegar a las elecciones presidenciales, es el lugar donde se cristalizan y ordenan las preferencias ciudadanas.
Evidentemente, las elecciones presidenciales son también el lugar donde se sincera la distribución de preferencias políticas, el momento en que los votantes pueden ponderar de forma simultánea, paralela y directa las ideas de cada cual. Es, por lo demás, el momento en que las ideas nacen y comienzan a ganar espacio, se renuevan y se mantienen con vigencia, o pierden legitimidad y comienzan a morir.
Considerando tanto las elecciones presidenciales como las principales listas electorales legislativas, se puede resumir el sistema de partidos post-transicional pensando en tres grandes etapas: una primera, en que hubo solo dos grandes alternativas; una segunda de transición, en 2017, en que se revivió momentáneamente la idea de los tres tercios; y la consolidación definitiva del sistema actual en 2021, que cuenta con cuatro esquinas.
Si bien esto refleja la evolución del panorama político chileno, también expone su liquidez: un sistema de cinco listas en que ganan cuatro.
Obviamente esto se regula en buena parte con las elecciones primarias, que ayudan a limar diferencias e inexactitudes de cálculos hechos en el contexto de fragmentación rampante. Entre otras cosas, ayudaron a cerrar la diferencia entre el Frente Amplio y el Partido Comunista en 2021, fusionando dos partidos que, si bien tienen linajes políticos diferentes, en términos de políticas públicas son lo mismo—basta ver su alineación oficialista en el tema de pensiones.
Lo que desordena el mapa, sin embargo, son los outsiders que, a pesar de tener posiciones ideológicas claras, no pertenecen, o sienten que no pertenecen, a ninguna familia política en particular. Estos outsiders crean distorsiones en la distribución de votos y, últimamente, en los resultados de las elecciones. Su capacidad para movilizar votantes insatisfechos con las opciones tradicionales los convierte en actores impredecibles y, por lo mismo, desestabilizadores.
El caso más conocido es el de Marco Enríquez-Ominami, que artificialmente elevó el número de candidatos presidenciales en 2009, le puso la estocada final a la Concertación y le dio la victoria a Sebastián Piñera, a pesar de no haber competido con un contingente legislativo a su lado. Demostró, por primera vez, cómo un outsider puede cambiar el curso político del país, incluso sin partidos que respalden su candidatura.
Claro, finalmente perdería la mitad de su votación en la siguiente elección, y la mitad de eso en 2017, manteniéndose crítico, pero estable en 2021. Pero, el impacto inicial que generó es una lección que sigue resonando en la política chilena.
En 2025, el mapa de las cuatro esquinas ya está organizado e incluso tiene a su propio outsider.
Por la izquierda, es relativamente obvio que el PC y el Frente Amplio tendrán que compartir el espacio una vez más, en tanto el gobierno ha debilitado el sector a tal punto que llevar dos candidatos aseguraría una derrota para ambos.
Esta consolidación forzada demuestra las tensiones internas de la izquierda y la necesidad de proyectar una imagen unificada para ser competitiva. Por cómo van las cosas, probablemente también termine siendo un candidato que represente la cara más responsable del sector, o, en otras palabras, lo más diferente dentro de lo que es posible.
Por la centroizquierda, en cambio, las prospectivas de victoria son bajas, en tanto no ha hecho nada para desacoplarse del gobierno. No tiene estrategia, no tiene visión, y ciertamente no tiene nombre. La incapacidad para renovarse y presentarse con una identidad propia refuerza su condición de actor secundario en el panorama político.
Por la centroderecha, la candidata es Evelyn Matthei, y es quien corre con la mayor ventaja. Es, por lo demás, la candidata más consistente de los tres tercios tradicionales, en tanto no debe desplazarse para obtener el voto de su base, como sí, por ejemplo, tendría que hacerlo el Partido Comunista.
A su derecha está José Antonio Kast, que va por su tercera elección consecutiva, pero por primera vez con un contingente nacional fuerte. Esto considera no solo los buenos resultados de la elección regional y comunal de 2024, sino que también la paliza electoral que le dio la victoria en la segunda convención constitucional.
Finalmente, está el outsider, el Enríquez-Ominami de la derecha: Johannes Kaiser, que llega a desordenar el panorama para todo lo que no esté del centro hacia la izquierda. La irrupción, incidentalmente potenciada por su oposición al proyecto de pensiones, entre otras cosas, nace de diferencias en estilos de liderazgo más que políticas de fondo, lo que refuerza la idea de que llega a pedir votos que normalmente irían a uno de los dos otros candidatos.
La irrupción es significativa por eso, pero sobre todo por el contexto político más amplio. Con la izquierda oficialista sin una respuesta, y la centroizquierda aletargada, el momento es preciso para la derecha. Es el escenario más favorable que ha tenido el sector en su historia, superando incluso las dos veces anteriores en que ganó Sebastián Piñera.
Por lo mismo, la irrupción de Kaiser es un arma de doble filo, que, si bien atrae atención a la derecha, al mismo tiempo amenaza con dividirla y debilitarla.
Considerando que todo traspaso de votos sería dentro de los candidatos de la derecha, en el mejor de los casos, pasarían dos candidatos del sector a la segunda vuelta, como ocurrió en la reciente elección de gobernadores en la Región de Los Lagos, forzando a los votantes a decidir entre estilos de liderazgo.
En el peor de los casos, sin embargo, Kaiser entraría como el fantasma de Enríquez-Ominami, no solo debilitando a la primera mayoría de la derecha, sino que además artificialmente dividiendo a su sector e, increíblemente, entregándole la victoria al oficialismo, que, sin mérito ni ganas, podría perfectamente repetirse el plato.
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