Hace algunos meses, a muchos les parecía completamente imposible que el diputado Johannes Kaiser pudiera ser un serio contendor a la presidencia. Figura constante en programas de debates acalorados y centro de múltiples polémicas, se asumía que, para la derecha, este hombre, sin partido, no podía aspirar a portar la piocha de O’Higgins. No ver esta posibilidad es no entender los movimientos, no solo subterráneos, que hoy mueven la política.
Nadie imaginaba en la izquierda, a estas alturas de las primarias, que Gabriel Boric, un joven diputado que ni siquiera había terminado sus estudios de Derecho, pudiera derrocar al todopoderoso alcalde Jadue. Daniel Jadue tenía detrás de sí un partido consolidado y una gestión que parecía exitosa en una comuna popular y populosa. Boric, en cambio, solo tenía un discurso, una esperanza y la sensación de encarnar algo nuevo que podría salvarnos del estancamiento.
Johannes Kaiser no solo comparte con Boric la tendencia a no terminar las carreras universitarias que emprende, sino que, para sus seguidores, representa también una suerte de redención: una figura que promete cambiar para bien un país que sienten se está pudriendo delante de sus ojos. No ha gobernado nada todavía, lo que para sus seguidores no es una señal de inexperiencia, sino de pureza.
Al igual que Boric, su territorio son los debates, los estudios de televisión y los canales de YouTube. Pero, a diferencia del Presidente, Kaiser no promete esperanza, paz mundial ni feminismo interseccional; al contrario, busca ofender a los corazones puros, horrorizar a las ONG y negar cualquier ilusión de utopías. Proyecta algo parecido al atrevimiento, siempre cuidando su lenguaje y con corbata en el cuello.
Johannes Kaiser despotrica cada vez que puede contra el globalismo, pero forma parte de un movimiento global. Su destino está atado al de Javier Milei, quien a su vez depende de Donald Trump, que está conectado con Elon Musk, el empresario de la más global y postnacional de las empresas: X, antes Twitter. Su éxito depende también del fracaso igualmente global del “antifascismo” y del espantapájaros de la “ultraderecha” con el que la izquierda intenta asustar a un electorado que, tras la pandemia, parece haber perdido la capacidad de espantarse con nada.
Fue la gestión de la pandemia y su uso político lo que explica el éxito de estos nuevos liderazgos del populismo de derecha. La oposición, tanto en Chile como en Estados Unidos, vio en el virus una oportunidad de derrocar a gobiernos democráticamente elegidos que consideraban incapaces de gobernar.
Agitaron con furia el fantasma del miedo al contagio, un miedo amplificado por la irresponsabilidad de muchos cuerpos médicos y gobiernos “sanitarios”. Nadie consideró el costo político de encerrar por meses a una población de bajo riesgo, ni los costos humanos de una generación entera de niños y jóvenes que no pudieron socializar a tiempo en la escuela o la universidad.
En Chile, los retiros de fondos de pensiones, aprobados durante la pandemia, destruyeron simultáneamente la posibilidad de un sistema solidario de pensiones y la opción de una jubilación digna basada en el ahorro individual. Otro tanto hicieron con la confianza en la democracia las acusaciones constitucionales y otros show perfectamente inútiles.
Mirándolo bien, no son los ciudadanos los que se han desplazado hacia los extremos; fue el centro el que se descentró. Ni Trudeau, ni Macron, ni Sánchez, y mucho menos Fernández en Argentina. En Chile, lo que hoy se llama Socialismo Democrático estaba tan entusiasmado como el resto de la izquierda con el estallido social y el proceso constituyente. El New York Times de esos años, al igual que muchas universidades y medios de comunicación de centroizquierda, se lanzó en campañas de censura y autocensura, promoviendo teorías sexuales, políticas y raciales, por lo menos arriesgadas.
Desde el hotel que vigilaba en Austria, Johannes Kaiser no dejó de ser él mismo: un defensor de las delicias del darwinismo social y de ciertos greatest hits del nacionalismo neoconservador. Nunca pretendió ser de centro, pero figuras como Judith Butler y Chantal Mouffe le otorgaron, por contraste, una apariencia de sensatez.
No estuvo solo en ese cambio sin transformación que se operó en su sector político. Marine Le Pen, por ejemplo, abandonó el antisemitismo de su padre, mientras que Jean-Luc Mélenchon, líder de la izquierda radical francesa, lo retomó bajo la excusa del antisionismo. Lo mismo se podría decir de Daniel Jadue. Así también, el desprecio por el humanismo y el liberalismo parece permear tanto a la izquierda radical como a ciertos sectores de la derecha.
La inflación verbal siempre acompaña a la inflación monetaria, y viceversa. Contra ella, nada ni nadie parece demasiado extremo. Todos pueden ser una respuesta a una desesperación que la elite política nunca siente como propia. Johannes Kaiser sabe de historia todo lo que desconoce de economía, pero también comprende que la economía es una rama de la historia.
La barrera que lo separa del triunfo es, paradójicamente, la razón de su éxito: el rechazo radical que genera en quienes no piensan como él. No es un rechazo irracional; Kaiser ha dejado claro que quienes no estén de acuerdo con él, no vivirán tranquilos si llega al poder. Sabe que no podrá, ni querrá, cumplir esa amenaza, pero entiende que la rabia de sus electores, dirigida contra aquellos que creen que les impiden alcanzar la prosperidad, es el motor que impulsa su vuelo. Ser odiado es parte de su fuerza, pero ser querido, ser querible, es la asignatura que aún tiene pendiente.
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