Jeannette Jara: Victoria pírrica. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista

La batalla de las ideas la perdió Jeanette Jara. No solo ella, sino su partido y sus aliados. La guerra del legado, es decir, la idea de que este gobierno puede, más allá de inaugurar símbolos y meter la pata, hacer políticas efectivas que afecten la vida de los ciudadanos, la ganó Jeanette Jara. El costo de este logro es la renuncia a cambiar la manera en que los chilenos aprendimos, en tiempos de Pinochet y José Piñera, a pensarnos: a vernos no como parte de un país que nos trasciende, sino como una junta de vecinos ruidosa que paga de mala gana los gastos comunes.


La imagen de la ministra Jeannette Jara abrazando a Mario Marcel después de aprobarse la reforma de pensiones debe ser de los pocos instantes auténticamente emotivos que nos ha regalado este gobierno. Estos dos ministros, que nada tienen de jóvenes ni de woke, representantes de la vieja política -comunista ella, socialista muy renovado él-, celebran en esta foto la virtud del empeño, la resiliencia, el arte de la negociación, la comprensión y la entrega. En este sentido, al consagrar horas y horas de sueño y vigilia a un objetivo y conseguirlo, celebran una victoria.

Esa victoria es la del realismo, con o sin renuncia, pero también el triunfo de una mujer fuerte, decidida pero dialogante, que de modesta dirigente estudiantil de los noventa se ha convertido en la cara amable—pero dura a veces—de un gobierno que se ha acostumbrado a celebrar como logros todo lo que tuvo la genial idea de no hacer. Jeannette Jara celebra eso: que es una hacedora, una luchadora, una vencedora. Aunque sabe que para muchos en su partido el adjetivo que se le asigna no es tan halagador, aunque también termina en -ora.

La batalla que ganó Jeannette Jara puso fin a una guerra, y en ese sentido nadie puede dejar de alegrarse por ella. Pero ella no puede dejar de saber que esa guerra que su batalla terminó, la perdió. Carga entonces con la ambigüedad de haberle dado a su gobierno un legado, pero también de haber dado por cerrado un debate político, ideológico y cultural que la izquierda estuvo muchas veces a punto de ganar.

Hace décadas, Margaret Thatcher declaró que no existía esa cosa llamada sociedad. Una frase contradictoria si se piensa que así se llaman (sociedades anónimas o limitadas) la mayoría de las empresas libres que quería beneficiar con drásticas rebajas de impuestos. La idea, llevada a cabo con mucha más firmeza y delirio por José Piñera en Chile, era ligar tu destino a tu ahorro personal, sumado a los vaivenes del mundo financiero en el que estos se invertirían.

La idea era genial porque le quitaba al Estado una de las fuentes más habituales de su bancarrota: el pago de pensiones. Conseguía fondos frescos sin intereses para las empresas y perpetuaba la desigualdad social, al depender de tus ahorros y no de los del país.

Lo cierto es que el sistema funcionaba a la perfección, con un solo inconveniente: daba pensiones de miseria. Reformarlo no podía cambiar eso. Esto hizo nacer un populoso movimiento de protesta en su contra. Millones de personas marcharon por las calles con el lema NO+AFP. Jeannette Jara no solo estaba entre ellos, sino que su partido hizo de ese eslogan uno de los pilares de su política.

La idea -no esencialmente de izquierda, pero sí esencialmente anti-neoliberal- de que el ciudadano, por el hecho de serlo, merece una red de protección social que no dependa solo de su suerte en la vida o de la especulación financiera de empresas fantasma, pareció ganar adeptos en la medida en que los ancianos gastaban lo que no tenían en medicamentos.

Cómo la izquierda, y en particular el Partido Comunista, lograron destruir ese naciente sentido común socialdemócrata, merecería no un artículo, sino un libro entero. Lo cierto es que la pandemia, agravada por el estallido, nos obligó a todos a mirar nuestros ahorros. El dinero de la pensión, que en cualquier política racional debería usarse solo para ese fin, se convirtió en una especie de cuenta de ahorro que permitió pagar cuotas de autos, botellas de vino o simples compras de supermercado.

Pamela Jiles, una diputada sin conocimientos técnicos ni escrúpulos de ninguna índole, destrozó con sus retiros cualquier rastro de esa intuición socialdemócrata en la que la izquierda y sus intelectuales habían invertido años. La irresponsabilidad de los parlamentarios que la siguieron hizo el resto.

Dos procesos constituyentes después, a Jeannette Jara le tocó salvar definitivamente a las AFP que ella y los suyos habían condenado hace años al paredón. Juan Sutil empezó a hablar bien de Jeannette Jara; Carmen Hertz, en cambio, comenzó a hablar pestes. Personificó una derrota de la que solo fue el síntoma más visible. Tuvo el coraje de pensar, más que en los cuchillos que la esperan en el comité central y la comisión política del PC, en el bienestar y las urgencias de millones de ancianos que viven, por el solo hecho de no haber muerto a tiempo, bajo el umbral de la miseria.

La batalla de las ideas la perdió Jeannette Jara. No solo ella, sino su partido y sus aliados. La guerra del legado, es decir, la idea de que este gobierno puede, más allá de inaugurar símbolos y meter la pata, hacer políticas efectivas que afecten la vida de los ciudadanos, la ganó Jeannette Jara.

El presidente Boric podrá decir que ha sido más que una corriente de aire entre dos ventanas abiertas y que, más allá de convertirnos en una cara escuela de gobierno, ha logrado, en el corazón de Chile, conseguir un latido unánime. El costo de este logro es la renuncia a cambiar la manera en que los chilenos aprendimos, en tiempos de Pinochet y José Piñera, a pensarnos: a vernos no como parte de un país que nos trasciende, sino como una junta de vecinos ruidosa que paga de mala gana los gastos comunes.

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