Uno de los pilares de la reforma tributaria del Ejecutivo es un impuesto a la riqueza, que grava patrimonios por sobre 5 millones de dólares. En cualquier sistema tributario, la progresividad y equidad deben ser elementos centrales, pero los instrumentos deben ser los adecuados. Lamentablemente, la evidencia internacional muestra que impuestos de este tipo recaudan poco, son ineficientes, difíciles de fiscalizar y fáciles de evadir. No es casual, entonces, que de los 12 países de la OCDE que lo tenían en 1996, nueve lo derogaron (España, Suiza y Noruega son los únicos que lo mantienen en pie).
En los últimos años, la idea de instaurar un impuesto a la riqueza ha tomado fuerza. De la mano del trabajo de economistas como Picketty, Saez y Zucman, los adherentes del denominado impuesto a los “súper ricos” justifican su implementación por dos razones: una desigual distribución de la riqueza que se perpetúa en el tiempo y las bajas tasas de impuesto promedio que pagan las personas más ricas, en comparación con el resto de la población. Así, el impuesto ha sido propuesto en Estados Unidos -Elizabeth Warren y Bernie Sanders lo incluyeron como parte de sus programa para llegar a la Casa Blanca- y en Chile, el gobierno del Presidente Boric lo materializó la semana pasada como parte del proyecto de reforma tributaria.
El impuesto propuesto en Chile pretende gravar a unos 6.300 contribuyentes con patrimonio neto mayor a 5 millones de dólares. Para el primer tramo (5 a 15 millones de dólares) se establece una tasa marginal del 1% y para el segundo (más de 15 millones de dólares), una tasa del 1,8%. Para calcular la base, según Hacienda, se contabilizarán los siguientes activos: sociedades en el país o extranjero; inmuebles; derivados; inversiones financieras; vehículos y otros activos avaluados en US$ 100.000 o más. El Gobierno pretende recaudar en régimen, a partir de 2025, un 0,5% del PIB.
El primer gran problema que tiene este impuesto es que los capitales son móviles y buscan jurisdicciones con menores tasas de impuestos. Hoy, los inversionistas de alto patrimonio pueden mover sus capitales con facilidad, a un bajo costo. Según estimaciones del Fondo Monetario Internacional, un 22% de la riqueza en América Latina ya se encuentra en el extranjero. En Francia, antes de que fuera removido en 2017, aproximadamente 10.000 personas con un patrimonio total de 35.000 millones de euros se fueron del país. Así, cuando las riquezas se van, los países también pierden por menor recolección de impuestos a los ingresos, tanto del trabajo como del capital.
La experiencia comparada nos señala que el cálculo de la base de este impuesto está llena de complejidades. Incluso en países con elevados índices de cohesión social y baja evasión tributaria como Dinamarca o Suiza, hay un subreporte sistemático del total de activos (Jakobsen et al., 2019; Brülhart et al., 2019). La compleja valorización de activos como empresas no listadas en bolsa y las propias dinámicas de la economía política, muestran que las bases tributarias del impuesto a la riqueza terminan con una serie de exenciones y recovecos tributarios, que solo terminan enriqueciendo a abogados y contadores. Es el caso de Suecia, que entre los 70s y 90s incluyó una serie de rebajas y exenciones que complejizaron el impuesto y terminaron por contribuir a su derogación en 2007. En España, también hay evidencia sobre cambios significativos en la composición de portafolios de activos hacia partidas exentas (Alvaredo y Saez; 2009).
Cuesta entender que en la propuesta del Presidente Boric se incluya como activos a gravar la participación en cualquier tipo de sociedades, cuando la misma OCDE recomienda excluir a sociedades que controlan empresas (OCDE, 2018). De esta manera, con el sistema dual que propone la reforma, a un empresario (no pyme) se le estaría gravando el 43% de su flujo por concepto de impuesto corporativo y pago de dividendos. Si a esto sumamos un impuesto al patrimonio (asumiendo un 5% de rentabilidad sobre el activo y que cae en el primer tramo), el Estado se estaría quedando con un 63% de las ganancias. Demasiado castigo para la inversión y emprendimiento.
Gravar las rentas del capital -y no el stock– es más eficiente y menos distorsionador ya que el pago depende de los retornos que los contribuyentes perciben por sus activos. Paradójicamente, la reforma avanza en ambas direcciones, sin considerar los dos tipos de impuestos como sustitutos. Por un lado se gravan cuatro tipos de rentas del capital: dividendos, arriendos, ganancias de capital e intereses, todos a una tasa del 22%. Por otro lado, se propone gravar un impuesto a la riqueza, que parece responder a una promesa de campaña y no a una pieza más de un sistema tributario equilibrado, que nos permita recaudar más y al mismo tiempo promueva la inversión y el crecimiento.
Hay que avanzar decididamente hacia un sistema tributario simple, justo, eficiente y que promueva el crecimiento y la inversión. Dentro de este marco, sin duda, hay espacio para aumentar la progresividad de nuestro sistema para asegurar que los que ganan más, paguen más (justicia vertical). Pero no podemos hacerlo con un instrumento que, a la luz de la evidencia comparada, no ha cumplido con su objetivo. Descartar toda esta evidencia y seguir empujando este instrumento pareciera responder a la vieja frase del clavo y el martillo: “Cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todo problema comienza a parecerse a un clavo”.
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