Una de las cosas llamativas de la discusión pública sobre el acuerdo en pensiones es la lucha por el significado de las palabras. Más que determinar si hay o no “reparto”, la discusión parece ser si lo propuesto constituye o no “reparto”. Eso desata un debate muy confuso, que discurre de forma bizantina entre los expertos y políticos sobre en qué medida el acuerdo tiene las cualidades de “reparto”, y en qué proporción las tiene, o cuál sería el criterio definitivo, inapelable, para determinar que algo es lo dicen que es. Confuso, pero no sorprendente.
Es la misma estrategia que ha usado el Gobierno para su proyecto de financiamiento a la educación superior (FES). En esta iniciativa, el Mineduc propone financiar una parte de la operación de las universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica a cambio de fijarles sus aranceles y vacantes, y prohibirles todo tipo de cobros. Los estudiantes beneficiados deberán pagar un impuesto, cobrado por planilla y Operación Renta por hasta veinte años.
El Gobierno tiene miedo a las palabras. No quiere reconocer que el FES es un impuesto, pues sería una discusión que lo obligaría a discutir las significativas implicancias que su propuesta tendrá en el mercado del trabajo y en el nivel de formalidad del empleo. Asimismo, la sede del debate cambia: no sería materia de la Comisión de Educación, si no de Hacienda, y, además, en la práctica se obligaría a reconocer que está buscando financiar la gratuidad universal sobre la base de cargas tributarias específicas, algo inconstitucional. ¿Por qué llega el Gobierno a este enredo?
Llega por miedo a las palabras. Lo más lógico y razonable, y en línea con sistemas educativos de provisión mixta e instituciones altamente autónomas, es haber propuesto un crédito contingente al ingreso, con tasas subsidiadas y cuotas acorde a la renta, sin la intermediación de la banca. Con esto se previene el desfinanciamiento del sistema universitario producto del mal diseño de la gratuidad. Este ya sufre de estrés financiero relevante, como reconoce el Presidente de las Universidades del G9 y atestiguan los casos de la Universidad de la Frontera, Alberto Hurtado, Magallanes y Antofagasta.
El Presidente de las Universidades Estatales reconoció que la institución que él dirige ha perdido 18.000 millones de pesos por la gratuidad, a una tasa de 4.500 millones al año. Pero la palabra “crédito” es anatema, por razones más bien doctrinarias. Y, por lo tanto, en su obsesión por evitar que sea un crédito, terminó diseñando un impuesto. El nombre que le ha dado al FES el ministro Marcel es de “fondo revolvente”.
Otra vez las palabras están lejos de la realidad: el proyecto no crea ningún fondo – los dineros entran y salen del Tesoro Público -, y la palabra “revolvente” no existe, al menos en el diccionario de la Real Academia Española. El ex Ministro, ex presidente del Banco Central y actual decano de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, José de Gregorio, afirmó que se trata de un impuesto.
El Subsecretario de la cartera se ha defendido descartando que se trate de un tributo, dado que hay una contraprestación por parte del Estado (esta contraprestación es doble: consiste en pagar una parte de lo que cuesta la carrera y obligar a la universidad a pagar el resto), y que usar el sistema tributario para cobrar no lo hace un impuesto.
En el segundo punto tiene razón, aunque no he oído a nadie usar ese argumento. En lo primero hay un punto legal, pero técnicamente equivocado. El FES es un impuesto porque el estudiante que lo utiliza se obliga a pagar un monto que puede ser más que lo que el Estado invirtió en él para pagar el arancel fijado.
Un análisis de la Biblioteca del Congreso Nacional encuentra que cerca de 23% de los estudiantes pagaría más. ¿De quién es ese excedente? Es del Estado, que recibirá ingresos de los estudiantes por sobre lo que este mismo determina que es la “contraprestación” que entregó. Palabras más o menos, si el Estado recibe ingresos monetarios de un ciudadano que luego puede usar libremente, pues es un impuesto.
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