“En la noche del 15 de enero de 2006, noche del triunfo, uno de los primeros en llamar a la centralita del Hotel San Francisco ha sido Hugo Chávez:
–¡Un saludo a la nueva presidenta socialista de Chile! –exclamó, con su entusiasmo usual–. Michelle, el pueblo de Venezuela celebra tu triunfo.
En seguida agregó que viajaría a Santiago y que la presidenta podía contar con su apoyo para enfrentar “las presiones que tendrás del Imperio”…
–Hugo –dijo Bachelet, tratando de abreviar–, yo soy una mujer de izquierda.
El “Imperio”, Estados Unidos, también estaba atento. En los días siguientes llegó a la presidenta electa una de las primeras invitaciones internacionales, justamente del presidente George W. Bush, que la esperaba para una visita oficial a Washington en junio.
Una cosa preocupaba en especial al gobierno de Bush. La Venezuela de Chávez había presentado su candidatura para ocupar el sillón no permanente que correspondía a América Latina en el Consejo de Seguridad de la ONU para el período 2007-2008, que se votaría el 16 de octubre de 2006.
La Casa Blanca estimaba que la actitud de Chile podía ser decisiva, porque su gobierno socialista era un contrapunto con el “socialismo del siglo XXI”. Chávez ya se había hecho de aliados peligrosos, como Corea del Norte e Irán. En Teherán gobernaba Mahmud Ahmadi- neyad, uno de los estudiantes islámicos que se tomaron la embajada de Estados Unidos en 1979, en Irán, y mantuvieron como rehenes a cincuenta y dos funcionarios durante más de un año. Washington estaba tratando de frenar el programa nuclear de Irán, por lo que nada le parecía peor que un aliado de ese país en el Consejo de Seguridad.
El 20 de abril de 2006, el canciller Foxley viajó a Washington para concordar la agenda de la visita de la presidenta. En la primera reunión, a bocajarro, la secretaria de Estado Con- doleeza Rice le planteó lo que más le interesaba a su país: no la visita, sino el voto para el Consejo de Seguridad. Ese voto, dijo, “apunta al corazón de los intereses norteamericanos” y su gobierno “derechamente no entenderá” que Chile apoyase a Chávez.
Rice casi no prestó atención a otros puntos que a Foxley le parecían de fondo: la pro- fundización del TLC, la declaración de Chile como “aliado (militar) extra OTAN”, la sus- cripción del Tribunal Penal Internacional, la cooperación tecnológica. Su desinterés era un mensaje en sí mismo: la agenda de relaciones sería fácil o difícil según ese voto.
Foxley estaba más que incómodo. No podía revelar que ya había tenido esta discusión con la presidenta. Él le había dicho que al iniciarse el gobierno no se podía dar una señal tan equívoca como apoyar a Chávez. Ella había respondido que el nuevo gobierno no podía empezar dando la espalda a América Latina. Pero no había una decisión tomada sobre el voto. En sus conversaciones con otros asesores, la presidenta resentía el rechazo de Foxley al régimen venezolano.
–Alejandro no entiende a Hugo –le dijo a Ernesto Ottone–. No se da cuenta de lo que está tratando de hacer en un país que podría ser más igualitario con su inmensa riqueza.
–Yo creo que lo entiende perfectamente –respondió Ottone–. Es que Chávez no es un demócrata, es un militar…
Al día siguiente recibieron al canciller chileno el subsecretario para Asuntos del Hemis- ferio Occidental, Tom Shannon, y el secretario de Estado adjunto Robert Zoellick. Este último volvió sobre el asunto venezolano. Foxley intentó defenderse siguiendo la línea pre- sidencial: Chile no había tomado una decisión, pero no podía desentenderse de su contexto regional. Zoellick, sofisticado e irónico, lamentó la “idea ingenua” de la solidaridad suda- mericana, que “nunca se ha realizado”, y luego puso un clavo ardiente:
–Chile parece avergonzarse de su éxito –dijo–. Quiere parecerse a los que han fracasado y al mismo tiempo, mantener su prestigio con los actores globales.
Fue un poco más lejos todavía. Recordó que cuando era secretario de Comercio, dos años antes, Chile no quiso dar su voto para la invasión de Irak y su gobierno pensó en con- gelar el TLC, que estaba por ser aprobado. Él argumentó en Washington insistiendo en la seriedad de Chile y el positivo efecto hemisférico que tendría la firma del TLC. En este caso, concluyó, no podría repetir esa defensa.
La agenda bilateral sería “decisivamente dañada” por un voto a favor de Chávez. ¿Am- pliación del TLC? Imposible. ¿Aliado extra OTAN? Forget it. ¿Cooperación? Hmm.
Las cosas empeoraron un poco más el 12 de mayo de 2006, cuando se realizó en Viena la III Cumbre Unión Europea-Latinoamérica. Chávez agendó una reunión con Bachelet para después del plenario y mantuvo una torrencial conversación con ella hasta cerca de la medianoche. Sólo facilitó su término el hecho de que la presidenta chilena debía reunirse con el líder boliviano Evo Morales a las 6 de la mañana siguiente.
Al otro día, en el largo estrado para la foto oficial, Chávez se situó detrás de Bachelet, le puso las manos sobre los hombros y se inclinó varias veces para hablarle al oído. La foto se convirtió en un desastre diplomático. Los gobiernos de Estados Unidos y Europa inicia- ron una frenética búsqueda de fuentes para saber cuánta era la cercanía de Bachelet con el comandante venezolano.
Cuando se hizo pública la presión de EE.UU. sobre el voto en la ONU3, se armó un alboroto en la Cancillería. Algunos pensaron que ahora el gobierno no tendría más opción que apoyar a Chávez. Entre ellos, el principal asesor que Foxley se había llevado a su piso: el exministro y exsenador Edgardo Boeninger, la mente más precisa de la Concertación. Pero faltaban cinco meses para la votación. El director general de la Cancillería, Carlos Portales, enfrió el clima:
–No es necesario apresurarse. Los venezolanos se van a equivocar.
En junio, la presidenta, que tenía aún el conflicto de los “pingüinos”, quiso hacer un gui- ño a la educación iniciando su viaje con una visita a la Westland Middle School de Bethesda, Maryland, donde fue alumna en 1963. Luego partió a Washington, para pasar en primer lugar por la avenida Massachusetts, al sitio del asesinato del excanciller Orlando Letelier. Ese día almorzó con el presidente Bush, que se declaró “impresionado” por su visita a la escuela de Bethesda. En la tarde asistió a una cena ofrecida por Hillary Clinton con mujeres influyentes en el hotel Ritz Carlton, un ambiente en que todas las asistentes querían fotos con ella. Según The Washington Post, la representante republicana por Illinois Janice Schakowsky “se colgaba de su brazo” y la republicana por Nueva York Carolyn Maloney “no la dejaba sola”.
Nada de eso atenuaba la presión de la Casa Blanca sobre Chile. El jueves 25, la presiden- ta Bachelet se reúne con Condoleeza Rice. La secretaria de Estado radicaliza los argumentos que dio a Foxley en abril anterior y califica a Chávez como un enemigo “de máximo riesgo”. La presidenta repite su único argumento: Chile no ha decidido.
Casi a la misma hora, quien “se va a equivocar” es finalmente el embajador venezolano en Santiago, Víctor Delgado, que en una entrevista con el portal Terra.cl acusa a la DC y a Soledad Alvear de actuar con Venezuela como lo hizo con Allende y de haber formado parte de la conspiración contra Chávez en 2002.
Al término del encuentro con Rice los funcionarios le entregan a la presidenta las de- claraciones de Delgado. Entonces cita al canciller y al director general de la Cancillería para anunciar su decisión:
–No votaremos por Venezuela. Nos vamos a abstener”.
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