El balance fiscal estructural llegó a -3,2% del PIB, mostrando un sustantivo desvío respecto del que se había estimado en forma previa. La cifra constituye el registro más malo desde que se creó la regla de equilibrio fiscal. A ello, se sumó el dato sobre la deuda pública bruta, que se empinó a 42,3% del PIB.
Malas noticias, que solo hacen pronosticar más problemas, sobre todo si se considera que el Fondo de Estabilización Económica y Social y el Fondo de Reserva de Pensiones están desnutridos, mientras la clase política está hambrienta de continuar concediendo beneficios sociales y de hacer crecer el tamaño del Estado, como quedó demostrado en la reforma de pensiones. Un desalentador cocktail para nuestro porvenir.
Ante este nublado escenario, variando a tormenta, pareciera que a ninguna autoridad le apremia empujar una potente agenda pro-inversión y pro-crecimiento.
La oposición, que apuesta a gobernar el próximo cuatrienio, debiera poner este asunto en la agenda pública como una cuestión de máxima prioridad. Mal que mal, aquella se plantea como una fuerza política que cree y empuja porque cada uno cuente con las herramientas necesarias para desarrollar sus propios proyectos de vida, con menos presencia del Estado en su experiencia vital. Así, impulsar el desarrollo debiera ser de la esencia de cada paso que dan. Por lo demás, con las cuentas fiscales en este estado febril, poco podrán hacer si llegan al gobierno sino comienzan desde ya a ocuparse del desarrollo.
Y, sin embargo, no se advierte esa urgencia. Más allá de un pequeño claro en el horizonte, constituido por el anuncio del gobierno sobre rebaja del impuesto de primera categoría (habrá que ver, en todo caso, que no se netee con otros impuestos), no se ve a los senadores opositores -que tanto ahínco pusieron para materializar el acuerdo de pensiones- arremangados de mangas, junto a las autoridades de Economía, Trabajo y Hacienda, promoviendo una agenda legislativa para fomentar el crecimiento, el empleo y la inversión y, menos aún, se advierte que ello pudiera concretarse en iniciativas legales a ser aprobadas en menos de dos semanas, como pasó con las pensiones. Y como en las pensiones, este asunto también lleva más de una década de problemas y de debate político.
No deja de ser irritante la indiferencia o, al menos, la falta de urgencia que la política, en general, parece sentir frente al crecimiento económico. En el relato, lo sindican transversalmente como una variable clave, pero a la hora de los quiubos, no se avanza.
Agendas para fomentar la formalidad laboral y mejorar los salarios, y para incrementar el capital humano del país, como hace años lo hizo Singapur, o para sacar del medio al Consejo de Monumentos Nacionales y agilizar el sistema de evaluación de impacto ambiental, no existen o no avanzan.
Todo ello en circunstancias que los diagnósticos sobran y que hay propuestas disponibles producto de múltiples comisiones y mesas de trabajo convocadas al efecto por gobiernos anteriores, y autoconvocadas por gremios empresariales y centros de pensamiento, de diversas sensibilidades políticas.
Me pregunto si la parsimonia por empujar una agenda de desarrollo potente sería la misma si al menos una parte de la remuneración de los parlamentarios y de los ministros del área económica estuviera sujeta a gatillos tales como metas de crecimiento del PIB por año o de superávit fiscal ¡Otro gallo cantaría! Tal vez sea hora de empezar a pensar en incentivos como estos para cambiar el rumbo de nuestra aletargada economía.
Tal y como muestra la última encuesta Criteria, los chilenos anhelan mejores empleos y sueldos, y que se reactive la economía. Es decir, desean mayor crecimiento económico. Intuyen que es la vía para salir de la pobreza o la vulnerabilidad o para aliviar la sensación de riesgo con la que viven muchos chilenos de clase media.
La política tiene una oportunidad para hacer algo potente y alineado con lo que los ciudadanos esperamos de ella. No queremos más excusas. Si es cierto que existe un apoyo transversal en torno a esta agenda, empujarla no debiera ser complejo. Al menos, no debiera ser más difícil que lo que fue aprobar otras reformas en el pasado reciente y lejano, y que fueron tanto o más discutidas y, lamentablemente, menos productivas y beneficiosas para el país y las personas.
Como apuntaba, llevamos más una década con nuestra capacidad de crecer y productividad estancada, sin que la política se ponga manos a la obra, lo que no es tolerable considerando que esta agenda apunta directamente a mejorar la calidad de vida de las personas. Si la política está al servicio de ellas, entonces no puede seguir dilatando la promoción de esta agenda.
Por su parte, y al menos en el caso de la oposición, tal vez sea el impulso decidido al crecimiento y al progreso (y desde ya, porque apremia), sobre la base de reafirmar la convicción en la libertad de las personas, la clave para volver a unir a un sector que quedó dividido y mal herido tras el debatible acuerdo en pensiones que se alcanzó. Está por verse.
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