En los últimos días los eventos en el Cesfan de Bajos de Mena en Puente Alto, visibilizaron las dinámicas de violencia irracional que cada vez son más frecuentes en nuestro país, especialmente en aquellas zonas donde la “percepción de inseguridad” no es solo un sentimiento, sino una realidad diaria para sus habitantes, una realidad dominada por la violencia.
La violencia está demostrando ser un método cada vez más eficaz no solo para el crimen organizado y la delincuencia común, que luchan por el control de territorios y mercados criminales, sino también como una forma de resolver disputas cotidianas. Ya no es solo una herramienta para eliminar rivales o garantizar el control territorial, sino que se ha convertido en una solución aparentemente viable para conflictos sociales, económicos y personales. Esta tendencia amenaza tanto el orden democrático como el Estado de derecho, debilitando la capacidad de las instituciones para imponer normas y proteger a los ciudadanos. Sin embargo, la contingencia no está permitiendo abrir ese debate, como tampoco lo hizo a partir del 18 de octubre.
La fórmula del éxito de la violencia como método radica en la incapacidad del Estado para ofrecer una respuesta eficaz. La impunidad, la falta de justicia y el limitado acceso a servicios esenciales refuerzan la idea de que la violencia es la única vía para resolver conflictos. Esto socava la legitimidad de las instituciones y crea la percepción de que el sistema legal es ineficaz o inexistente. Este comportamiento se vuelve imitativo, replicándose no solo en los barrios, sino también en el seno de las familias, normalizando la violencia en contextos cotidianos.
El crimen organizado, tiene una mayor capacidad para imponerse mediante este método en territorios vulnerables. Si la violencia continúa siendo vista como una herramienta efectiva, enfrentamos un futuro en el que la disolución del tejido social será inevitable, debilitando tanto la cohesión social como la estabilidad del país. La amenaza no solo afecta la seguridad ciudadana, sino también la supervivencia misma del Estado democrático, que se fundamenta en el respeto mutuo y la primacía de la ley. Algo que ha venido sucediendo en países de nuestra región.
Preocupa especialmente el aumento en el uso de armas ilegales y munición, como se evidenció en incidentes con más de 150 disparos. Estos hechos no solo buscan eliminar a rivales, sino que, en la semiótica criminal, demuestran el poder de fuego, la capacidad económica y el control territorial de las organizaciones, además de desafiar al Estado y a la sociedad.
Las organizaciones criminales utilizan ese poder de fuego no solo para intimidar, sino también para ejecutar homicidios, imponiendo control sobre territorios y comunidades. No se trata solo de eliminar competencia, sino de enviar un mensaje claro de poder. Debemos estar atentos a la posible extensión de esta violencia a espacios más masivos, como centros comerciales, ferias o incluso sectores cercanos a recintos educacionales.
A esta preocupante situación se suma la inserción de niños y adolescentes en el circuito criminal, ya sea como victimarios o como víctimas. No sabemos si estos jóvenes entran al mundo del crimen por reclutamiento voluntario o forzado, lo que subraya la necesidad urgente de estudios y análisis independientes que nos permitan comprender mejor este fenómeno, como también entender si los homicidios que estamos observando cada vez más son selectivos es decir dirigidos a individuos con un valor específico como rivales, testigos, informantes, etc., o para crear un clima de terror y enviar un mensaje más amplio a otras organizaciones, a la sociedad o a las autoridades.
La proliferación de armamento en zonas vulnerables no solo genera enfrentamientos o represalias entre bandas, sino que pone en grave riesgo a las comunidades atrapadas en estas guerras territoriales. Si no se contiene esta violencia, es probable que veamos un aumento en el desplazamiento forzoso de familias inocentes que buscan escapar, incrementando así su vulnerabilidad. Además, la persistencia de la violencia incrementará los casos de trastornos de salud mental, abuso de drogas y alcohol, así como la inaccesibilidad a programas de salud.
Los incidentes violentos en centros de salud que atienden a la población más vulnerable son alarmantes y deben ser dimensionados con seriedad. En el futuro, más instituciones y servicios públicos, como escuelas y centros comunales, podrían verse afectados por este tipo de violencia, lo que limitaría aún más el acceso de las comunidades a servicios básicos ya de por sí escasos.
Si los eventos violentos continúan sin una respuesta efectiva de las autoridades, la percepción de abandono por parte del Estado aumentará, lo que llevará a las comunidades a desarrollar mayores grados de desconfianza en las instituciones. Este ciclo de violencia y autodefensa podría agravarse, incluso al punto en que las personas recurran al pago por protección a estructuras criminales, consolidando un sistema paralelo de control que perpetuaría la violencia y debilitaría aún más el Estado de derecho.
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Pablo Zeballos y balacera en Puente Alto: “La meta era demostrar capacidad de fuego, transmitir un mensaje de poder”. https://t.co/lWDFnLpF4l
— Ex-Ante (@exantecl) September 27, 2024
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