El miedo a una regresión autoritaria era una emoción central de la transición chilena. En las Fuerzas Armadas había temor a perder el estatus quo, que les daba amplios poderes como “garantes de la institucionalidad”, posición auto consagrada en la Constitución del 80.
En esos tiempos había que moverse como equilibrista y Edmundo Pérez Yoma, peso pesado de la Concertación, con tendencia a tener exabruptos, pero con inventiva para marcar un rumbo, fue un ministro de Defensa que dejó una marca, pese a la tentación del inmovilismo.
Así lo describe en su libro “Civiles y Militares” (Crítica, 250 páginas), que registra episodios como la candidatura de Frei, la renuncia de Stange, la detención del Contreras, la oposición de Lagos a Punta Peuco y sobre todo la difícil relación con Pinochet, a quien describe como un tipo ladino, con el cual mantiene cordialidad pero en el fondo no tolera.
El libro parte de una premisa: responder a sus nietos, pertenecientes a la generación del Frente Amplio, esas preguntas acuciantes que le hacen insistentemente al abuelo. ¿Por qué negociaron con Pinochet y no lo condenaron? ¿Cómo pudiste trabajar con esas personas que violaron los DDHH? ¿Por qué mantuvieron el modelo casi incólume? ¿Por qué le construyeron una cárcel especial a Manuel Contreras?
Pérez Yoma defiende su postura y aunque esboza una autocrítica hacia el final, no cae en el juego en que cayó buena parte de la izquierda y la centroizquierda, que no solo se quedó en silencio, en palabras de Daniel Mansuy, sino que abjuró de su legado ante los jóvenes soberbios que llegaron al poder con Boric. Ya sabemos cómo está terminando ese proceso.
El libro se suma a una serie de textos recomendables sobre el quiebre democrático y el complejo camino a un Estado de Derecho. El concepto que utiliza el autor es de “consolidación democrática” y parte con el intento frustrado de Frei Ruiz Tagle, apoyado por su hermano Franciso, el propio Pérez Yoma y Genaro Arriagada, entre otros, de ser candidato presidencial de la oposición en 1989.
En febrero de ese año sucedió la famosa junta de la DC en que Aylwin tomó la palabra, pidió a los periodistas que se retiraran y dio un discurso arrollador. Francisco Frei miró a Pérez Yoma y dijo: “Estamos cagados, hasta aquí no más llegamos”. Se levantó Gabriel Valdés y exclamó apuntando a Aylwin: “¡Este es el próximo Presidente de Chile!”. Y así fue.
Pero el nudo central del libro es su paso como ministro de Defensa en el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle (1994-2000), que sucedió al de Aylwin. Pérez Yoma recrea el esfuerzo por la modernización de su cartera en tiempos en que Pinochet tenía un poder inmenso.
Su antecesor en Defensa, Patricio Rojas, había tenido una gestión fallida, según relata el libro, porque se propuso sacar a Pinochet y la respuesta del ex dictador fue ignorarlo y pasarlo a llevar. Para evitar romper las líneas de comunicación, Aylwin nombró a Enrique Correa, entonces vocero de gobierno, como el enlace informal con Pinochet. Por lo mismo Pérez Yoma se encargó de ser el único interlocutor con Pinochet e intentó generar confianzas.
“No pretendo con esto sugerir una suerte de generosidad y benevolencia de Pinochet; por el contrario, se trata de una persona cuya imagen difícilmente pude asociar alguna vez a ello”, cuenta el autor. El ministro de Defensa se ganó el beneplácito del comandante en jefe tras contarle su tesis de que había que dejar el tema de los DDHH en manos del Ministerio de Justicia, lo que nunca se logró.
Pérez Yoma intercala algunas preguntas de sus nietos y las va contestando. ¿Cómo era posible dialogar con los militares? “No se trataba de colaborar con el olvido de las atrocidades; era colaborar con el corpus militar, que forma parte de una función esencial de un estado democrático: su defensa”.
Fue así como Pérez Yoma creó una comunidad experta en tema militares, de varios colores políticos, para dar forma al “Libro de Defensa”. Pero no fue nada fácil. Hubo encontronazos con Rodolfo Stange, por ejemplo, quien se rehusó a renunciar luego de ser vinculado al caso degollados. “El gobierno no tiene esas atribuciones”, dijo Enrique Correa a la prensa.
Terco y dubitativo, Stange dio una conferencia de prensa en el aeropuerto reafirmando que no renunciaría. “Cagó este huevón”, pensó Pérez Yoma. El narrador cuenta las decenas de tiras y aflojas con un general que describe como alguien pusilánime y con cara de inocente, que finalmente renunció.
El caso Stange también se vio muy influenciado por el doble juego de Pinochet. Al gobierno le decía que estaba ayudando a que renunciara (“este es un alemán porfiado”, afirmaba), mientras que a Stange le decía: “Aguante firme, que estoy de su lado”).
Otra fricción importante fue con Ricardo Lagos, quien se opuso a firmar el decreto para crear Punta Peuco. La opinión del autor sobre el entonces ministro es crítica, le achaca pretensiones presidenciales como el motivo principal para restarse de ese proyecto y una falsa superioridad moral. Pérez piensa que al final como Presidente, Lagos hizo algo peor: el penal Cordillera, que era como un club de campo.
La salida de Pinochet es un eje del libro, con todas las dificultades para convencerlo y pedirle la renuncia a una decena de generales para nombrar a Ricardo Izurieta como sucesor. Los capítulos finales describen la Mesa de Diálogo, uniendo a abogados de DDHH, la sociedad civil y militares, que terminó con pocos avances pero fue un punto de partida para el reconocimiento de las FFAA de las violaciones a los DDHH. Incluso poco antes del inicio del gobierno de Aylwin, siguieron tirando cuerpos al mar, dice el autor.
Alguien podrá decir que este libro es autocomplaciente, pero tiene la gracia de reivindicar un período incomprendido por las nuevas generaciones. Bien escrito y bien fundamentado, es un aporte innegable.
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