Tendremos elecciones presidenciales este año, un hecho que ya conocemos, pero el escenario en el que nos encontramos es radicalmente distinto al de hace cuatro u ocho años. Cuando Sebastián Piñera fue electo por segunda vez, el país ya evidenciaba fisuras estructurales que, en retrospectiva, hoy parecen obvias pero que en su momento no lo eran del todo.
Existía un malestar social latente hacia las elites, el modelo que había sido impulsado y reformado en décadas previas mostraba signos de desgaste, y el dinamismo económico de los años 90 y 2000 ya no parecía capaz de sostener la promesa de bienestar para todos los ciudadanos.
La crisis social de octubre de 2019 reveló de manera abrupta ese descontento acumulado. Las democracias contemporáneas enfrentan cada cierto tiempo crisis de representación que se traduce en un rechazo a las elites políticas y en demandas de mayor inclusión y equidad.
Sin embargo, ese descontento también fue capitalizado en parte por sectores antisistema que utilizaron el proceso para intentar debilitar el orden institucional, que a pesar de sus fallas sigue siendo un referente regional.
Fue justamente en este contexto que Gabriel Boric llegó al poder con una plataforma de cambios profundos. No obstante, su administración pronto se vio enfrentada a un escenario adverso: la pandemia de COVID-19 agravó problemas preexistentes de inflación y estancamiento económico.
Además, los abusos cometidos en el marco de 2019 generaron espacios de inseguridad y la falta de respuesta estatal permitió que el crimen organizado y el narcotráfico se consolidaran en algunas zonas del país. Las democracias enfrentan la difícil tarea de equilibrar la demanda ciudadana por estabilidad con la necesidad de cambio, y Chile no ha sido la excepción.
El contexto electoral actual se desarrolla en un país con una sociedad difícil de leer. Existen tendencias emocionales claras que definen los issues electorales: ira, miedo, inocencia y nostalgia.
La ira y la molestia se manifiestan en una desconfianza estructural hacia las elites. Nos hemos creído que nuestra ciudadanía es apolítica, que tiene una aversión con todo lo relacionado con lo público, no obstante, esto tiene un límite. Es cierto que la ciudadanía percibe que las elites no representan sus intereses, pero continúa desde sus espacios privados atenta a los debates.
Chile ha pasado de una supuesta apatía política a un interés renovado por lo público, pero desde una lógica que rechaza a la institucionalidad tradicional, la cual ve con recelo y desconfianza.
El miedo también ha sido un factor determinante. Nos surge el miedo por el otro, el diferente. Esta diversidad creciente, impulsada por la migración, ha generado tensiones sociales. Como ocurre en Estados Unidos y Europa occidental, ciertos sectores han atribuido el aumento de la delincuencia y otros problemas sociales a la llegada de extranjeros.
Las derechas han logrado capitalizar este temor, mientras que las izquierdas aún no logran articular una respuesta efectiva que equilibre integración y seguridad. Este fenómeno se ve reforzado por un discurso público que enfatiza el rol del extranjero en la criminalidad, muchas veces sin datos concluyentes que respalden tales afirmaciones. Por otro lado, la falta de una política migratoria clara y eficaz ha incrementado la percepción de caos en la gestión del Estado.
La nostalgia, por su parte, refuerza la idea de que el pasado fue mejor. Esta sensación de retroceso es explotada por sectores que promueven una vuelta a un tiempo pretérito supuestamente más estable. No obstante, esos discursos desconocen u omiten que las crisis de gobernabilidad no son exclusivas de Chile, sino un fenómeno global.
La crisis económica mundial, la inestabilidad política en democracias consolidadas y el auge de líderes populistas son prueba de que el malestar es transversal. La narrativa nostálgica también se conecta con la percepción de una pérdida de valores tradicionales, lo que refuerza el atractivo de políticas conservadoras que prometen restaurar un orden idealizado.
En este escenario, quienes puedan manejar estos sentimientos seguramente conectarán de mejor forma con este Chile. Sin embargo, es fundamental evitar la trampa de las promesas irrealizables. Como han demostrado los últimos gobiernos, el incumplimiento de expectativas solo profundiza el malestar y debilita la confianza en la democracia. Las democracias deben gestionar las expectativas ciudadanas con realismo, evitando promesas irrealizables que solo alimentan la frustración social.
El desafío, por lo tanto, en estas elecciones no es solo elegir a una nueva administración, sino también redefinir el escenario institucional y social que ha venido deteriorándose. Además, será crucial que los partidos políticos superen ese imaginario interno en donde creen representar y canalizar los intereses ciudadanos, y efectivamente recuperen esa fuerza.
Para ello, es imprescindible una renovación de liderazgos, el fortalecimiento de los mecanismos de participación ciudadana y una agenda de políticas públicas que atienda las demandas urgentes en seguridad, crecimiento económico e inclusión social.
La próxima elección no solo definirá un gobierno, sino también la dirección que tomará el país en los próximos años, en un mundo donde la estabilidad política es cada vez más frágil y las democracias deben demostrar su capacidad de renovación y adaptación. La gestión del próximo gobierno será clave para determinar si Chile logra avanzar hacia una institucionalidad más robusta y una sociedad más cohesionada, o si sigue profundizando su crisis de representación y confianza en el sistema político.
La cultura del pituto. Por María Jaraquemada (@majaraquemada).https://t.co/rXVhGu2kon
— Ex-Ante (@exantecl) March 12, 2025
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