A simple vista, pareciera no haber conexión alguna entre el estallido social de Chile y la reciente protesta anti-ICE en California. No solo por el lugar o el momento, sino también porque los supuestos motivos tras las protestas, en voz de sus líderes, surgen por causas opuestas. Ni el estallido social surgió en nombre de migrantes, ni las protestas de California por una supuesta falla multisistémica.
Pero una mirada más detenida sugiere que, a pesar de sus diferencias, tienen más en común de lo que se podría intuir. Si nada más, ambas ocurrencias son expresiones populares secuestradas por élites políticas con el propósito de forzar un relato político conveniente que busca desprestigiar a la administración de turno para conseguir beneficios propios.
Al menos eso fue el estallido social, que, ahora sabemos, no solo no fue lo que se dijo que era, sino que además fue conducido en función de beneficios personales.
La élite que interpretó el estallido lo hizo viéndose reflejada en el espejo.
Apenas retrocedió la ilusión, y se volvió evidente que todo era una puesta en escena, y que la promesa de dignidad no era más que una campaña de marketing, recién se pudo empezar a sincerar la gravedad de la situación.
Ahora, seis años después, se entiende que los metros y buses quemados no fueron actos espontáneos, sino acciones intencionales; que la quema de iglesias y hoteles no fueron incidentes aislados, sino parte de un plan; que las turbas que entraron a robar a tiendas y supermercados no lo hicieron por necesidad, sino oportunismo; y que ni las herramientas ni los ladrillos que llegaron a Plaza Baquedano no lo hicieron por error, sino puntualmente, justo a la hora.
Así, los elementos que forjaron el estallido social estuvieron también en California esta semana.
Bajo el clamor de dignidad—en Santiago, la bandera mapuche sobre el General Baquedano y en Los Ángeles, la bandera mexicana sobre un auto policial— y bajo el argumento de la justicia social, surgió allí también una resistencia organizada, que a pesar de parecer natural y espontaneo, es sobre todo guiada y protegida con claros fines políticos.
No puede ser casualidad que tanto en las protestas de Estados Unidos como en Chile los mismos disturbios hayan sido defendidos por las mismas personas, con los mismos argumentos, con la única diferencia de que allá recién comienza, mientras que en Chile ya se sabe cómo termina.
La lección desde Chile es que el único camino que elude el caos, y la estela de ruina que le sigue, es el Estado de Derecho. No es la retórica del momento ni el relato de quienes gritan más fuerte o cantan más bonito. Es que gobierne el Presidente legítimamente electo, en conjunto con el poder legislativo, dentro del marco regulado por las cortes de justicia. Si el Estado de Derecho se hubiese impuesto sobre el relato rupturista en Chile, por ejemplo, se habrían evitado todas las desgracias que vinieron después, y que siguen aquejando a la gente.
El paralelo, más allá de ser útil para entender cómo los países pueden caer en el caos a pesar de ser democracias, resulta interesante en el marco del contexto actual en Chile, en que se desarrolla un nuevo ciclo electoral. En especial, es útil para entender al oficialismo, que, a pesar de toda la evidencia, señales y resultados, aún no parece llegar a la misma conclusión que ya ha alcanzado la gran mayoría de la ciudadanía independiente y apolítica: que el estallido no fue un acto de nobleza ni dignidad, sino un acto revolucionario y rupturista que sacó de golpe al país de su ruta al desarrollo.
Esto es crucial, porque sin la lección aprendida, la continuidad en el poder de quienes defendieron el estallido, y lo siguen defendiendo, constituye un peligro real.
Si el oficialismo no reconoce su responsabilidad en el declive del país, no debiera seguir gobernando.
Por lo mismo, el tema debiese ser central en el debate presidencial del domingo 15 de junio. Incluso antes de lo programático, cada uno de los candidatos del oficialismo debiese clarificar su posición ante el estallido, entendiendo que no solo descarriló al país, sino que también lo estancó durante los seis años que siguieron.
Es simple: sin el estallido social, no hay retiros de fondos de pensiones ni crisis económica. Sin el estallido, no hay debilitamiento de las fuerzas armadas ni del orden, ni tampoco crisis de seguridad. Y sin el estallido, probablemente ninguno de estos candidatos, de tercera línea, habría llegado a instalarse en el podio presidenciable.
Así, la forma en que respondan a la importante pregunta sobre su mirada retrospectiva dirá mucho. Pero, entendiendo que las campañas electorales son marketing, tendrán además que defender lo que han hecho para revertir el daño causado.
Carolina Tohá, por ejemplo, tendrá que explicar por qué la crisis de seguridad más grave que el país jamás ha vivido sigue vigente, a pesar de su intervención. Jeannette Jara, a su vez, tendrá que explicar por qué la informalidad laboral está en máximos históricos, a pesar de su gestión. Lo mismo va para Gonzalo Winter y Jaime Mulet, que a pesar de sus roles centrales en los últimos años, no han logrado ni enmendar el rumbo ni ofrecer soluciones concretas a los problemas que ellos mismos ayudaron a provocar.
De relato a resultado, llegó la hora de responder.
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