Tuvimos en Ricardo Lagos un presidente profesor. Un presidente que sabía mejor que todos nosotros lo que todos nosotros dudábamos. Tenemos ahora su reverso y su complemento exacto, el presidente estudiante. Un presidente que, en vez de plantearse desde la certeza, investiga antes de dar su primera Cuenta Pública los discursos de todos los demás presidentes antes de él. Un presidente que, en eso se parece a Lagos, se plantea desde la historia, desde el pasado para mirar el futuro. Un presidente que quiere ser parte de la historia que mira como un intento no siempre feliz de darle al pueblo chileno más y mejores derechos.
Gabriel Boric es un presidente que sabe escuchar, y sabe leer. La sola duda de qué poema iba usar en su discurso habla de su talante. La poesía es, después de todo, lo único más o menos importante que le dejamos los chilenos al mundo (además de toneladas de hilos de cobre).
Boric es sin duda un presidente que prefiere las letras a las cifras. Aunque como siempre está aprendiendo, ha ido incorporando a su discurso datos, pero siempre desde el lado sensible, el lado humano del presidente al que más se le notan los dolores y los placeres, el que menos sabe, y quiere disimular sus estados de ánimos. Un presidente que toda madre quisiera como hijos que lo hace también contrastar de manera dialéctica con la presidenta mamá que fue Bachelet. Presidenta de la que es algo más que simbólicamente sucesor.
En su discurso de hoy consiguió sin embargo un aplomo, una seguridad, una especie de solemnidad que no le conocíamos antes. El estudiante eterno ha tenido que vivir el infierno de dar cientos de exámenes de grado todos los días desde hace dos meses y medio. La prueba perpetua ha tenido en su manera de plantearse ante los diputados y senadores un evidente efecto.
Aunque quizás la principal lección que parece haber aprendido es justamente el respeto a la historia, algo que contrasta de manera dramática con el discurso de los convencionales de su misma coalición en la Convención misma, siempre dispuestos cada vez que pueden en declararse como fundadores de un nuevo país. El respeto con que trató al parlamento electo es en si toda una señal política de la que habría que tomar nota.
La pregunta sin embargo permanece. ¿Es este presidente joven que no esconde sus fragilidades el hombre adecuado para un país en perpetua crisis? Ante la violencia desatada, la atomización del poder, y una ciudadanía hambrienta de sangre, ¿Qué puede decir y hacer alguien tan poco autoritario, tan poco aguerrido, como Gabriel Boric?
Al oírlo esta mañana se reafirmó en mi la sensación de que Boric por esa especie de inocencia, por esa incombustible fe en si mismo, es el hombre adecuado para el momento. Porque hay en el presidente una reserva de fe, algo de candor, pero también de fuerza que le permitirá aguantar lo inaguantable. Tiene también la edad en que lo inaguantable se aguanta no más y ama a Chile aunque ese amor será fatalmente no correspondido. También es un hombre de suerte que siempre sabe caer sobre sus patas.
Culto, de indudable buenas intenciones. No conozco a nadie que pueda soportar las tormentas que no paran de venirse. Ante ellas, le recomiendo hacer lo que hicieron los Beatles. Cuando los chillidos y silbidos de su público no lo dejaban escuchar su música, decidieron encerrarse en el estudio a decidir que música querían tocar.
No le recomiendo al presidente y su equipo que se aíslen, sino que no busquen el aplauso, que en una sociedad en descomposición como la nuestra son un mal signo, sino que se concentren en buscar que música quieren tocar, que letra quieren entregar. Que quieren —más allá de los lugares universitarios comunes, y las denuncias ya miles veces denunciadas— decir.
Los derechos sociales son un buen comienzo, pero solo un comienzo. Pueden ser a la hora de inflación mas bien un nido de decepción. Hay que buscar otra melodía. Hay en su gabinete suficiente talentos sin explotar, y algunos que ya demostraron no saber más que desafinar, para que puedan emprender su propio Sargent Pepper.
Estamos asistiendo en estos días a manifestaciones de la atávica tradición autodestructiva de la derecha chilena, que no pocas veces se comporta como si se estuviera saboteando a sí misma, como si le asustara la idea de gobernar y quisiera alejar esa posibilidad.
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