Varios factores pueden explicar la reformulación y el crecimiento de las estructuras criminales en nuestra región; control del territorio, corrupción generalizada, gobernanza criminal en cárceles, diversificación de mercados ilícitos, ingreso de actores extrarregionales, consolidación de actores criminales locales, etc.
Si bien, son factores comunes, el estadio de afectación de los países dependerá de la resiliencia estatal o de las condiciones donde se ejecutan las operaciones ilegales. No obstante, esta transformación genera un impacto brutal y transversalmente similar en una buena parte de las comunidades menos privilegiadas de nuestro continente y tiene el potencial de convertirse en un factor existencial para el desarrollo de la democracia y el Estado de derecho.
Sin embargo, existe otro componente común, del que se habla poco y que, como país, deberíamos empezar a considerar si realmente queremos frenar el avance del crimen organizado. Este componente tiene relación con los efectos de años de políticas públicas inconsistentes, fragmentadas y sin continuidad, basadas en diagnósticos obsoletos que en muchos casos están alejados de la realidad que se vive diariamente en barrios, zonas y comunidades.
¿Por qué sucede esto?. En el contexto regional, pareciera que un componente común es la búsqueda de soluciones rápidas por parte de los gobiernos de turno, que generan estrategias volubles marcadas por un sello esencialmente partidista. Esto puede suceder sin una intencionalidad explícita, pero ello no justifica que no se dimensione cómo va erosionando progresivamente el rol del Estado en la lucha contra la criminalidad, al generar “incentivos involuntarios” que han tenido una relación directa con la incidencia, crecimiento y asentamiento territorial de las estructuras del crimen organizado.
Observamos en los países que enfrentan esta nueva irrupción criminal, entre ellos Chile, cómo cada cambio de administración trae consigo una reestructuración del aparato estatal que, lejos de fortalecer la seguridad, produce rupturas y discontinuidades en políticas que requieren estabilidad y continuidad para ser efectivas.
Esta intermitencia termina explicando la falta de priorización en políticas preventivas sostenibles que permitan hacer frente al crimen organizado, comprendiendo y golpeando a todo su ecosistema. Una situación que además se ve reforzada por la ausencia de un marco conceptual integral, aceptado transversalmente y construido no sólo desde cómodas oficinas, sino también desde la realidad de la calle.
El crimen organizado se diferencia de la delincuencia común por su voluntad para proyectarse en el tiempo, no solo para la ejecución de delitos graves, sino especialmente para corromper instituciones del Estado, influir en políticas públicas y establecer redes que se extiendan más allá de las fronteras, generando un impacto social y económico significativo a la sociedad en su conjunto, erosionando la confianza en las instituciones y contribuyendo a la inseguridad y la impunidad.
Por ello, es tan preocupante que proyectos que alguna vez mostraron resultados prometedores sean frecuentemente abandonados o rediseñados para alinearse con la nueva agenda política del gobierno de turno, desechando en su camino extraordinario y escaso recurso humano.
La designación política de personas con escasa experiencia o competencia, en lugar de una designación técnica en puestos clave para la lucha contra la criminalidad, es lamentablemente un verdadero factor cultural en la región y probablemente será muy difícil de erradicar.
Sin embargo, la continuidad de los equipos técnicos que acompañan al componente político debería ser una prioridad, evitando la rotación frecuente y generando incentivos para la retención de talento y el conocimiento acumulado, ello por encima de las lógicas de corto plazo o de cuoteo político. Esta situación probablemente explica por qué muchas iniciativas pierden efectividad o son sustituidas por otras que solo buscan marcar el “sello” distintivo del gobierno de turno: algo que termina convirtiéndose en un peligroso bucle infinito.
La falta de continuidad no solo deja sin protección a ciertas comunidades, sino que también genera incentivos para que el crimen organizado se fortalezca y expanda. Cuando las políticas públicas cambian drásticamente, los delincuentes encuentran vacíos legales y operativos en los que pueden actuar sin temer consecuencias reales, pues saben que la implementación de nuevas políticas suele ser lenta e ineficaz.
Así, en lugar de percibir el riesgo de sanción como un freno, la fragmentación y discontinuidad de las políticas les ofrece oportunidades para consolidar sus operaciones.
Otra condicionante común en la región es la proliferación de leyes que en el papel parecen drásticamente duras, pero muy difíciles de fiscalizar en la práctica. Es riesgoso promover la idea que más leyes significan mayor eficacia y control, por ello es saludable que antes de aprobar un nuevo texto normativo, se realice un análisis técnico, realista y despolitizado de su aplicabilidad, evitando la superposición de normas legales que generan confusión, tanto en la ciudadanía como en los encargados de hacer cumplir la ley, evitando que termine convirtiéndose en “letra muerta” que transmite ese mensaje contradictorio entre el anuncio y sus efectos reales.
En Chile un ejemplo de ello se da en el control de armas, donde sucesivas reformas legislativas no han logrado frenar el tráfico ilegal de armas y municiones, probablemente debido a la falta de un sistema de fiscalización efectivo y la carencia de recursos suficientes para su aplicación.
Otro efecto crítico de la gestión desarticulada de la seguridad pública es la desviación de prioridades en las instituciones policiales, que a menudo se ven obligadas a enfocar sus esfuerzos en temas que son políticamente relevantes para la administración de turno.
Esto significa que, en muchos casos, se priorizan ciertos delitos o zonas en detrimento de otros. Este cambio constante de prioridades fragmenta la estrategia de seguridad y permite que el crimen organizado encuentre espacios libres de control. El Estado al desarticular sus recursos y esfuerzos, se convierte en un facilitador indirecto de la criminalidad.
Un punto prioritario a considerar, es que el enfoque predominante en políticas reactivas y punitivas ha dejado de lado el desarrollo social como el eje central de la seguridad, subestimando el rol de la educación cívica temprana y continua, las oportunidades de empleo y la cohesión social en la prevención del crimen.
La falta de una orientación de desarrollo social y la creciente inversión en seguridad privada reflejan una desconexión entre las necesidades reales de la ciudadanía y las políticas adoptadas, generando un incentivo adicional para el crimen organizado, que encuentra precisamente en las comunidades más vulnerables un terreno fértil para su expansión.
Debiéramos asumir que toda política pública en materia de seguridad debe considerar la conjunción de las acciones preventivas y el desarrollo social, ya que no sólo fortalece la cohesión y estabilidad, sino que además reducen las oportunidades para que el crimen organizado se arraigue en comunidades que, de sin estas consideraciones pueden ver en las actividades ilícitas su única salida económica.
Tenemos una oportunidad única: la creación del Ministerio de Seguridad Pública en Chile. Esta nueva institucionalidad representará un cambio significativo en la gestión de la seguridad, concentrando en un solo organismo la responsabilidad de diseñar y ejecutar políticas contra el delito y, especialmente, contra la nueva criminalidad organizada que vemos asentarse en la región y en el país.
La pregunta clave será si este nuevo Ministerio logrará realmente anticiparse y responder a los complejos retos que plantea el crimen organizado y la transformación de la delincuencia local.
Su éxito dependerá en gran medida de la capacidad técnica para implementar políticas de prevención coherentes sostenibles y sustentables en el tiempo. Políticas de continuidad en las que el Estado sea más importante que el administrador de turno.
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