Crimen organizado: Las dimensiones del control territorial. Por Pablo Zeballos

Investigador y Consultor de Crimen Organizado. Autor de “Un virus entre sombras”. La expansion del narcotrafico y el crimen organizado (Catalonia 2024).
PDI y Carabineros investigando un homicidio en la comuna de Lampa.

Los “servicios” proporcionados por organizaciones criminales en territorios bajo su control tienen un alto costo para los habitantes sometidos. Los residentes suelen verse obligados a adherirse a códigos de silencio, sumisión y lealtad, lo que puede incluir la utilización de sus viviendas o bienes para actividades delictivas, el uso de sus identidades como testaferros o incluso la entrega de sus hijos para ser reclutados como soldados en estas organizaciones.


Una característica distintiva de las organizaciones criminales consolidadas -o aquellas dispuestas a intentarlo- es su habilidad para luchar por ejercer control territorial desarrollando violentas guerras que pueden librarse por el dominio de una calle, un barrio, una ciudad, una zona fronteriza, un puerto o incluso un centro penitenciario.

El control territorial ejercido por el crimen organizado tiene una directa correlación con las áreas que han sido abandonadas por el Estado y se alimenta de factores como la corrupción, la discriminación, la marginación social, la disparidad en el acceso a la educación y la escasez de oportunidades laborales.

Estas condiciones permiten en algunos casos, que el control del territorio sea menos visible, aunque no necesariamente menos violento. Se trata de un control depredador, extorsivo y desplazador, similar a un cáncer que corroe el tejido social. Esta dinámica se manifiesta, en especial, cuando grupos criminales —nacionales, extranjeros o híbridos— conquistan territorios que no han sido explotados por otras estructuras, barrios que envejecen y que han atravesado procesos de ghetificación, deteriorándose por la combinación de tiempo y la ausencia del Estado.

De manera general, estos “territorios controlados” también están cobrando una resignificación en esta nueva ola de criminalidad y violencia que se expande por América Latina. Son realidades complejas y diversas, una “heterotopía”, como la definió el filósofo francés Michel Foucault: espacios que reflejan y transforman la realidad circundante, lugares perturbadores y contradictorios que, a menudo, contienen elementos que no encajan en el orden social establecido pero que funcionan a la perfección en su interior.

Son realidades dentro de otras realidades, donde las organizaciones criminales imponen su dominio mediante la violencia y el terror, normalizando esta dinámica en el día a día, generándose efectos perversos y dramáticos como el reclutamiento de niños y adolescentes, y la explotación de diversos mercados ilícitos que desembocan en sometimiento y desplazamiento forzoso de comunidades.

El control del territorio es también el anhelo de pequeños grupos delincuenciales y pandillas identitarias, quienes, en su intento, desarrollan dinámicas continuas de violencia y un uso desmedido de armas de fuego, dejando tras de sí huellas de sangre y dolor, invisibilizadas ante una sociedad vencida.

Estas organizaciones criminales emplean el homicidio como una herramienta, ya sea contra sus rivales o para someter a las comunidades. Sin embargo, no solo buscan eliminar la competencia, ellos pretenden establecer claro un mensaje de poder: una semiótica criminal, algo que se ha convertido en un modelo efectivo y evidente en la actualidad en nuestro país.

Para estructuras delincuenciales en crecimiento, lograr el control territorial aunque sea de forma temporal y frágil les confiere un sentido de pertenencia y asociatividad, que buscan evidenciar avanzando hacia otros territorios o manifestándose en la vía pública en eventos o fechas específicas.

Esta semana, por ejemplo, fuimos testigos de un “funeral de alto riesgo”, una demostración de como se ejerce el control territorial fuera de su entorno seguro. De forma violenta, impredecible pero esencialmente burda e intimidatoria. Estos hechos, suelen desencadenar una reacción de sus rivales, activando nuevas o antiguas rencillas y desplazando la lucha territorial a otras zonas, únicamente en busca de venganza o de resonancia de la semiótica criminal. Estas pugnas pueden continuar incluso dentro de las prisiones.

Lo más grave es que con frecuencia, en medio de estos intentos de dominación territorial criminal quedan atrapadas escuelas, servicios públicos como centros de salud, negocios privados, plazas públicas, entre otros espacios, que rápidamente se ven afectados, generando efectos sociales que, aunque inicialmente difíciles de medir, tienen un impacto existencial profundo para las comunidades afectadas. Esto termina por limitar gravemente el acceso de la comunidad a servicios básicos, que de por sí ya son escasos.

Es por ello que, el incentivo perverso que sucede cuando una estructura criminal consolidada, más poderosa —por su número, su arsenal o sus códigos— llega a un territorio, los habitantes del lugar “respiran” al saber que ese organización probablemente “vencerá” y logrará imponer, con su presencia, un periodo de menor violencia o al menos una violencia más selectiva y menos generalizada.

En estadios más avanzados de control territorial, se desarrollan relaciones simbióticas entre los habitantes y los criminales, quienes instauran sus propios códigos y mecanismos de regulación. Un aspecto fundamental en su proceso de consolidación es su capacidad para suplir servicios que tradicionalmente deberían ser proporcionados por el Estado, como la asistencia social, la atención sanitaria, oportunidades de empleo y, en particular, la oferta de seguridad y justicia, o lo que los criminales llaman “protección” en referencia a la extorsión. Este contexto se ve favorecido por la baja tasa de denuncias y una desconfianza generalizada en las autoridades.

Los “servicios” proporcionados por organizaciones criminales en territorios bajo su control tienen un alto costo para los habitantes sometidos. Los residentes suelen verse obligados a adherirse a códigos de silencio, sumisión y lealtad, lo que puede incluir la utilización de sus viviendas o bienes para actividades delictivas, el uso de sus identidades como testaferros o incluso la entrega de sus hijos para ser reclutados como soldados en estas organizaciones.

Trágicamente, en muchos casos, son los propios niños y jóvenes quienes se unen voluntariamente a la actividad criminal organizada, atraídos por la promesa de estatus, oportunidades, reconocimiento, seguridad o sentido de pertenencia.

Es cada vez más frecuentes en el contexto latinoamericano, que la “narcopolítica” se manifieste, el control criminal del territorio se convierte en un instrumento de dominación política. Este fenómeno se caracteriza por la infiltración de grupos delictivos en las estructuras del tejido social y de poder, los criminales no solo buscan el control de rutas y mercados ilícitos, sino que también manipulan procesos electorales y decisiones de gobiernos locales o centrales.

La presencia de sicarios que amenazan a candidatos, el uso de la violencia para coaccionar votantes y la compra de lealtades son prácticas que evidencian cómo el crimen organizado puede desdibujar las fronteras entre la política y la criminalidad.

En muchas comunidades, la falta de un Estado efectivo ha llevado a que estos grupos sean percibidos como autoridades legítimas, creando un ciclo vicioso donde la dependencia del “patrón” se traduce en una erosión de los valores democráticos y un debilitamiento del tejido social. Esta situación no solo pone en riesgo la estabilidad política, sino que también perpetúa un ambiente de miedo y desconfianza, dificultando cualquier intento de restaurar el orden democrático y social. Una amenaza peligrosamente transversal.

La criminalidad organizada siempre estará consciente de que el Estado podría intentar retomar el control de un territorio que ha caído bajo su dominio. Un indicador clave para determinar la fortaleza y cohesión de estas organizaciones será interpretar su capacidad para defender el espacio controlado o su tenacidad para intentar recuperarlo.

Y es eso precisamente lo que debiéramos comenzar a analizar en nuestro país.

Un Estado genuinamente presente y efectivo implica mucho más que intervenciones esporádicas y armadas. Requiere un compromiso profundo y constante con las comunidades, abarcando la seguridad, la provisión de servicios y el bienestar social, para contrarrestar eficazmente la influencia y el control del crimen organizado.

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