Partió el invierno al ritmo de la lluvia y aunque falta agua y frío que soportar, sus días cada vez más largos nos ilusionarán con las primeras chirimoyas de agosto, que cuales ollas con monedas de oro al final del arcoiris, son augurio de tiempos más fértiles y templados.
Para los santiaguinos que tenemos pocas oportunidades de escuchar la lluvia sobre los techos, el golpeteo del agua cambia el sonido de la ciudad y su ritmo, nos pone algo más contemplativos y agradecidos del aire y las calles limpias. Para mejorar aún más las cosas, la lluvia da un hambre que no se calma comiendo cualquier cosa sino que con preparaciones que hacen de guatero interior del cuerpo y también del alma.
No pocos encuentran regocijo en sopaipillas pasadas o tazones con chocolate caliente, pero habemos otros que recurrimos al cocimiento en olla cual bote salvavidas en la crecida del río, y en ella depositamos todo el amor de cocinero con cuchara de palo en mano, como si la herramienta fuera un remo que nos impulsa de vuelta a la orilla.
La innovación más importante de la prehistoria fue dominar el fuego. Cocinando carne a las brasas nos hicimos humanos, pero sólo cuando se creó la olla nos hicimos cocineros. Gracias a los alfareros de hace unos 15 mil años llegó el día en que se pudo hervir agua y en ella cocinar por horas la carne y las verduras que crudas eran difíciles de tragar y que, ablandadas por la cocción, hicieron posible destetar antes a las guaguas y alimentar a los muchos que por perder los dientes también perdían la vida.
En la olla se combinaron por primera vez los ingredientes y el hombre gozó de nuevos sabores y nunca pudo parar de hacerlo. ¿Cómo habrá sido ese maravilloso momento en que alguien tragó por primera vez una sopa caliente y sabrosa en un día de invierno? Sin duda más emocionante que ver a Neil Armstrong poner los pies en la luna porque, como dijo Brillat-Savarin, el descubrimiento de un nuevo plato hace más bien a la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella.
La olla reemplazó a los cocimientos en hoyo con piedras calientes, un proceso laborioso que, como atestigua ese tropiezo evolutivo llamado curanto, daba tristísimos resultados gastronómicos. Lo que antes requería de una comunidad para llevarse a cabo, se simplificó al máximo con un cocinero, el fuego y su frágil olla de arcilla.
Las ollas de hoy son firmes, duraderas y si son de fierro enlozado colorinche, muy buenas para llevar a la mesa con un goulash o un puchero. Se les pone al centro, entremedio de los platos hondos para que repose en solitario el cocimiento, fragante, esperando que se le destape y se le coma hasta raspar el fondo de la cacerola.
El cocimiento repara músculos, ansiedades y hasta techos que han salido volando por el viento y la lluvia porque la olla manda en la mesa en un día lluvioso y no queda otra que comérsela y seguir tomando vino y conversando hasta que la temperatura del comedor sube tanto que es necesario abrir una ventana para que entre el aire fresco, el olor de la lluvia y un poco de frío. Tal vez vendrá un momento de silencio, señal inconfundible para rellenar las copas y repetirse el ajiaco o el valdiviano con su color y su charqui de vacuno.
Con cada cucharada los comensales gozan como Sancho Panza en las bodas de Camacho, que tímido pidió permiso para remojar un pan en la olla y terminó con tres gallinas, dos gansos y su caldo en el plato porque como le explicó uno de los generosos cocineros “este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre”. Está claro que una cucharada de cocimiento basta para sanar el cuerpo y unos sorbos de vino para reparar el espíritu. Y está claro también que los días de lluvia son golosos y nostálgicos; que tal como dijo Borges “la lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”. Algo es algo.
Este plato obviamente tuvo su origen en la lluviosa Valdivia en algún año después de 1645, cuando se reconstruyó la ciudad tras su destrucción a manos de guerreros huilliches. La ciudad era entonces un enclave solitario entre el Bío-Bío y el canal de Chacao y se abastecía de lo que le mandaban desde el norte en barco, principalmente charqui y una que otra vitualla. Los soldados cansados de comer siempre lo mismo, y sin duda influenciados por la incesante lluvia, crearon este plato que obviamente ha evolucionado y que incluye, para horror de los puristas, el jugo de tres naranjas agrias que yo me permití reemplazar por el jugo de un pomelo.
Antes de empezar debe tener listo el caldo que fue preparado ojalá con huesos carnudos, cebolla, zanahoria y apio ( sin sal). La color se prepara dorando un poco de ajo en manteca animal y se condimenta con ají de color. Si no tiene o no quiere usar manteca, puede reemplazarla por mantequilla.
Ingredientes:
150 grs. de charqui
2 cebollas medianas cortadas a la pluma
2 litros de caldo de carne casero
3 cucharadas de color
1 cucharada de ají picante chileno, o más o menos si le place
1 cucharada de oregano seco
1 cucharadita de comino
2 tazas de zapallo cocido
200 ml. de crema entera
El jugo de un pomelo
Un puñado de perejil recién picado
Sal y pimienta
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Algo es algo: 29, un instante oloroso. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/VYdOFOiPaS
— Ex-Ante (@exantecl) June 16, 2023
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