A los cinco años estaba en el campo de mi tía Ana María en San Vicente y fui mandado al parrón donde andaban sueltas las gallinas con una instrucción precisa: cortarle el pescuezo a un pollo. Identifiqué al pájaro y lo perseguí un buen rato hasta que logré atraparlo. Como yo no tenía mucha fuerza, el procedimiento fue algo barbárico.
De tanto torcerle el cogote para allá y para acá, finalmente me quedé con la cabeza en la mano y con una imagen para siempre: el cuerpo decapitado del plumífero corriendo a toda velocidad. Fue mucho más emocionante que pescar una trucha peleadora.
¿Habrá sido Semana Santa? Sé que había hojas en el suelo y el parrón estaba sin uvas. Recuerdo también que al lado del lugar donde capotó el pollo había un membrillo bien cargado. Así es que tomé una fruta bien dorada, le quité las pelusas, le pegué un buen mordisco y sentí de golpe ese sabor astringente que seca la lengua y encoge los cachetes. Una linda mañana otoñal.
Los que hemos vivido siempre en la ciudad solemos recordar al campo con nostalgia bonachona. Tengo en la memoria unos días de niño en el campo en que chuteábamos las paltas olvidadas al pie del árbol, pasábamos encaramados en las higueras fragantes comiendo brevas hasta que nos quedaban anestesiados los labios, y volvíamos a la cocina con las manos y brazos llenos de rasguños después de cosechar el limonero.
El campo visto desde la ciudad siempre es abundante y fértil. Se hace fácil dar con memorias propias o ajenas de asados de animales completos, sacos llenos de fruta y eternos pataches a la fría sombra de los alcornoques.
Así fue el almuerzo con que recibió doña Adriana Montt y Prado al Almirante Blanco Encalada en 1826 que solamente incluía cazuela de capón castellano, costillas de cordero de cinco años, tortilla de ortigas bien cocidas con guatitas de cordero machacadas, ricos porotos en plato de plata bien labrada con aceite de oliva y un par de huevos, y trigo cocido y caliente (pero sin azúcar) de postre.
Y aunque es muy bonito andar por el campo y desplumar un pollo, cosechar lechugas, ordeñar la vaca, hacer el queso, carnear el cordero y recolectar huevos recién puestos, no lo es tanto si es que hay que hacerlo los 365 días del año sin posibilidad alguna de tomar el teléfono y pedir una pizza si todo se fue al carajo porque se está muriendo un ternero o el temporal arruinó la cosecha.
Desgraciadamente la ilusión del campo como lugar de bucólica abundancia no tiene asidero histórico. El hambre que aguantaron los españoles tras el incendio de Santiago en 1541 en que sólo les quedaron unos puñados de trigo y unos pocos animales fue la misma que padecieron los peones del campo chileno hasta bien entrado el siglo XX, sobretodo los que vivían en los campos de la Beneficencia.
La inercia del hambre en Chile duró más de 400 años hasta que el Dr. Fernando Monckeberg logró atajar la desnutrición en la década de los 70.
En el campo de antes, la mitad de los alimentos que comía una persona era en base a trigo y muchas veces era mejor andar curado en la mañana por tragar unos cuantos sorbos de vino antes que arriesgarse a tomar agua estancada.
Obviamente, hablo de las penurias que sufrían los que no eran dueños de fundo: el peón y el campesino con derecho a piso que muchas veces comían las sobras y que pasaban enormes apreturas cuando la tardanza de la cosecha o la ruina de las heladas los dejaban sin trabajo. Pero a pesar de las estrecheces del campo, nunca se abandonó la costumbre de un buen almuerzo el día domingo: ese día se vestía la tenida dominguera, se llenaba el estómago para el resto de la semana y, se consumía gran parte de los ingresos semanales.
En la ciudad no es que no se haya pasado hambre, pero en general las cosas iban mejor cuando no había crisis económica ni inflación. A pesar que ahora hay de las dos, seguimos disfrutando de la variedad enorme de comidas e ingredientes sobre todo en Santiago.
Acá nos olvidamos de dónde proviene lo que comemos y nos parece trivial comer un pollo que viene sin cabeza, cocos malayos o corvina fresca. Hasta desconocemos la ruralidad más cercana: hoy más de un cuarto de la producción total de hortalizas en Chile se cultivan en la Región Metropolitana.
En fin, mejor dar gracias por vivir en la ciudad con sus abundantes mercados y restaurantes de todo tipo. Si como buen capitalino le viene el impulso por quejarse, por favor cómase un membrillo, piénselo dos veces y muera pollo. Es muy lindo vivir en el campo pero vaya que es placentero disfrutar de sus bondades desde la capital. Algo es algo
Tal vez el campo hubiera sido un poco menos hostil en los otoños si se hubiese transformado en costumbre meter los membrillos al brasero durante la noche. Al levantarse hubiesen disfrutado un desayuno con un membrillo tibio y dulce. Esta preparación se trata de calentar comida en ceniza caliente, o sea al rescoldo, tal como las tortillas.
Ingredientes:
3 membrillos lindos.
Cenizas.
Brasas.
Haga un fuego grande con una bolsa de carbón y una buena cantidad de leña para hacer mucha ceniza. O guarde la ceniza de un par de parrilladas y luego caliéntelas en un fuego nuevo.
Tome uno, dos o tres membrillos bien grandes y muy bonitos sáquele las pelusas y póngalos en la ceniza caliente sin brasas, ojalá totalmente cubierto. Mantenga brasas alrededor de la ceniza para que no se enfríe.
Tenga paciencia y de vuelta el membrillo cada cierto rato (media hora o más) y vuelva a cubrir sólo con ceniza caliente. Repita hasta que el membrillo esté blando como una papa cocida lista para el puré.
Deje enfriar el membrillo sobre una tabla por 10 minutos. Límpielo con un paño seco, luego corte en cuatro mitades y sirva acompañado de una generosa cucharada de crema chantilly o de helado de vainilla. Solos con unas gotas de limón recién exprimido, también son magníficos.
El membrillo tiene mala fama probablemente porque se les asocia con recuerdos colegiales bien lateros. ¡No lo desprecie! Si lo mete al horno transformará este fruto en manjar y, si lo acompaña con crema, sus fantasías rurales más íntimas se harán realidad. Para esta preparación citadina apérese de los siguientes ingredientes y siga estos pasos:
Ingredientes:
3 membrillos grandes cortados en 4 mitades a lo largo, sin pepas.
15 grs. de palos de canela.
4 hojas de laurel.
Ralladura de un limón.
Jugo de 1/2 limón.
150 ml de jugo de manzana verde (del que viene en envase de vidrio).
4 cucharadas de miel de ulmo.
Precaliente el horno a 160 grados. En una fuente que sirva para el horno y para llevar a la mesa, como una fuente de vidrio, ponga los cuartos de membrillo con la piel hacia abajo. Agregue los palos de canela, las hojas de laurel, la ralladura de un limón, el jugo de 1/2 limón, el jugo de manzana y al final las cucharadas de miel de ulmo. Tape la fuente con papel de aluminio y hágale unos hoyos con un tenedor (tres veces).
Lleve al horno por 1 hora y de vuelta los trozos para que se doren por todos lados. Devuelva los membrillos tapados al horno por una 1 1/2 hora más. Retire del horno y déjelos reposar unos diez minutos antes de servir. Acompañe con crema chantilly si es que le da la gana.
¡A gozar!
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Algo es algo: Renovar los votos. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz) ➟ https://t.co/o6kqIUexgY pic.twitter.com/vwYIKCGTe6
— Ex-Ante (@exantecl) March 31, 2023
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