Atravesamos tiempos turbulentos, navegando por aguas revueltas y sin un puerto en el horizonte. No contamos con mapa ni brújula para entender la dirección en la que nos movemos. La sociedad a la que pertenecemos se ha fragmentado irremediablemente, poblándose de visiones particulares y subjetividades volátiles. No contamos con liderazgos visionarios, ni ideas matrices que aglutinen en torno a un proyecto común mínimamente compartido.
Con la distancia que da el tiempo, cuando podamos mirar con desapego el momento político y social en el que estamos, seguramente veremos que este 2021, este mismo fin de semana donde se enfrentan José Antonio Kast y Gabriel Boric era, de algún modo, inevitable.
Luego de años de enfrentar una crisis de legitimidad social e institucional, donde el sistema político se desafectó de la agenda social y se polarizó a la caza de identidades fragmentarias, finalmente ha sido la ciudadanía -antes que la política- la que de tumbo en tumbo y en lógica de ensayo y error ha ido intuitivamente buscando formas de salida a la crisis.
Con mayor distancia para el juicio, veremos un proceso de descrédito y pérdida de consensos de larga data, que gruesamente parte el 2011 con la interpelación de los movimientos estudiantiles y se propaga a distintas esferas de la sociedad sin lograr un cauce institucional hasta que deviene en estallido social.
Un estallido que es también el grito desesperado ante la angustia por el costo de la vida, la rabia por los abusos y colusiones empresariales y la negligencia de las elites políticas frente al agobio ciudadano.
El estallido de octubre es el compendio de múltiples movilizaciones sociales llevadas a cabo por fuera de los partidos políticos y muchas veces en contra de éstos. Es en sí mismo evidencia de una sociedad civil levantada contra la clase política que ha gobernado desde la incubación y propagación de la crisis (ciclo Bachelet-Piñera), por juzgarla ciega e incapacitada para hacerse cargo de las demandas sociales y políticas acumuladas.
Esa misma ciudadanía luego empujó y apoyó decididamente un proceso constituyente, con la ilusión que quizá por ahí habría una salida a la crisis. Desconfiada y descreída de los partidos políticos y los liderazgos tradicionales, votó masivamente por independientes, por el Pueblo, en el sueño cándido de encontrar ángeles entre tanto demonio.
Y ha sido también la sociedad civil la que durante todo este 2021 ha ido olfateando opciones en las que creer para gobernar. Aquí no ha habido grandes liderazgos ni referentes visionarios capaces de conectar fina y subjetivamente con los grandes públicos en momentos de incertidumbre. En esta crisis no aparecieron los Portales, los Alessandri, los Aylwin o los Lagos.
Ha sido el conjunto de la sociedad la que ha ido explorando, enamorándose y desenamorándose de figuras circunstanciales que por momentos han encarnado la ilusión de la conducción. Enamoramientos breves (¿se acuerdan de Pamela Jiles?), siempre marcados por la distancia con los partidos y las lógicas políticas tradicionales, que proyectaron en esos amores atributos moralmente intachables, queriendo verlos sin mácula de malas prácticas en sus hojas de vida. Formato de reality show para llenar un vacío que han devenido rápidamente en decepciones y olvido.
Ese es el escenario de la elección de este fin de semana, basada particularmente en los atributos y características personales de los candidatos. Y es por lo mismo que, conscientes de la liquidez afectiva, hace pocos meses ni Boric ni Kast creían realmente que llegarían a la final.
Quizá porque les faltó tiempo para caer, quizá porque lograron sostenerse con lo mínimo, el hecho es que alcanzaron la meta del balotaje más empujados por su capacidad personal de sobrevivir a las sesiones de eliminación ciudadana que por sus proyectos de gobierno.
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