Esta semana el alcalde de Valparaíso fue suspendido de sus funciones por notable abandono de deberes. Hace solo un par de semanas, el servicio exterior de Estados Unidos reportaba el alza sostenida de violencia en la ciudad y alertaba a sus ciudadanos vía email para que evitarán la zona completa.
¿Qué pasó? ¿En qué momento se jodió la joya del pacífico? ¿Cuándo y cómo una ciudad declarada patrimonio de la humanidad en 2003 llegó a ser considerada zona roja solo dos décadas después? Y, más importante, ¿por qué nadie ha logrado hacer algo para revertir la degradación?
Obviamente la respuesta es política. Si el alcalde Jorge Sharp está suspendido por notable abandono de deberes, la degradación debe tener algo que ver con eso. Después de todo, es él la persona encargada de administrar la seguridad del territorio. Si no lo puede hacer, entonces la responsabilidad cae directamente sobre su gestión.
Por su puesto, es improbable que la degradación de Valparaíso sea netamente responsabilidad de Sharp. Pero es claro que, en los últimos siete años, la cosa ha empeorado. En todos los índices relevantes, el giro ha sido para peor. Es especialmente el caso de los preocupantes y decadentes indicadores económicos, como así lo reporta la Cámara Nacional de Comercio.
Pero lo de Valparaíso, lamentablemente, no es un hecho aislado. Es, más bien, un ejemplo de lo que está pasando a escala mayor. De hecho, el email enviado por la embajada de Estados Unidos a los ciudadanos norteamericanos no era una advertencia solo sobre Valparaíso, sino que también apuntaba a Viña del Mar.
Y qué duda cabe que es exactamente lo mismo que ocurre en Santiago, que viene sufrido el mismo proceso de degradación paulatino, y, que tal como en la Quinta Región, nadie ni nada ha podido detenerla. Hoy, el centro de Santiago se ha convertido es prácticamente un hub de delincuencia y violencia.
Esto mismo se replica en casi todas las grandes ciudades del país. Y lo peor es que la crisis se ha acrecentado en los últimos años, a nivel desproporcional. Cuando se mira en perspectiva histórica, es evidente que el estallido social, y todo lo que vino después como consecuencia, es lo que potenció el deterioro generalizado.
Claro, Chile no era Noruega en 2019. Pero vaya que estaba mejor de lo que está ahora. Basta mirar las cifras de inflación, empleo, y seguridad para entenderlo. Hoy, en comparación a cuatro años atrás, las cosas están más caras, hay menos posibilidades de conseguir trabajo, y hay más delincuencia y violencia.
Por lo mismo, no es casualidad de que asuntos relacionados a la economía y a la seguridad estén marcando arriba en las encuestas, así como tampoco es casualidad de que los chilenos lo estén asociando con el constante flujo de inmigración irregular. Y aunque no la relación causal no está completamente establecida, vaya que la idea se ha instalado como hecho.
Mientras que la realidad avanza, pareciera que una buena parte de la clase política estuviera encastrada en un mundo paralelo, debatiendo asuntos que de ninguna manera se hacen cargo de los problemas que la gente considera importante. No solo parecieran ignorar la profundidad de la crisis, sino que hasta a veces desconocerla por completo.
La semana pasada el gobierno, mediante la ministra del Interior, anunció haber ayudado a frustrar un secuestro. Notoriamente, lo hizo sonrisa en rostro, anunciando que se pagó por la vida del secuestrado. Desde entonces, el número de hechos similares se ha disparado. Esta semana un delincuente le lanzó una granada a un carabinero. Sí, una granada.
No cabe duda de que para el gobierno es una sorpresa, si hasta hace un año atrás el presidente sostenía que no existía tal crisis. Dijo, textual, que no había un aumento en la violencia, que se trataba de “cherry-picking” tendencioso. Hace solo un par de semanas lo repitió, cuando acusó a la prensa de exagerar, o de cubrir desproporcionadamente, las malas noticias.
Es “impresionante”, dijo, apuntando a la negatividad intencional de los editores de medios. Siguió acusando a la prensa de llevar a las personas a pensar que “vivimos en un país infernal” cuando claramente “no estamos en eso”. Cerró proponiéndole a la gente dejar de leer “El Mercurio, La Tercera, y La Segunda”. Quizás eso lo arregla, debe haber pensado.
¿Qué tiene que pasar para convencerlo de que la crisis existe? Si la seguidilla de secuestros y el ataque con una granada no lo convencen, ¿qué lo hará? ¿Cuál es el punto en que el Presidente de la Republica entenderá de que el gobierno se tiene que hacer cargo de lo urgente antes que lo ideal?
Se entiende que quienes gobiernan quieran dejar su huella en la historia, mediante grandes reformas estructurales y letreros en las calles y plazas, pero la verdad es que el barco ya zarpó. Por haber salido a la cancha solo pensando en hacer goles, están cerrando la primera mitad del partido con un 10-0 en contra.
Mientras, el debate constitucional continúa ininterrumpido. Y a pesar de que lo que se propone ahora pueda efectivamente entregar herramientas para hacerse cargo de algunas urgencias, la mayor lección es que el problema de fondo nunca fue constitucional. Si algo, haber constitucionalizado el problema lo hizo todo peor.
Habría que verlo de este modo, si en los últimos cuatro años el debate político se hubiese ocupado de resolver lo urgente antes de tratar de reinventar la rueda, el país no estaría así. Por medio de pequeñas pero graduales reformas, se habría terminado resolviendo mucho de lo que importaba.
Si quienes hoy proponen postergar el proceso constitucional indefinidamente porque no es el momento hubiesen tenido la misma deferencia hace un par de años, el país no estaría tan al maltraer. El gobierno, del signo que fuere, estaría avanzando en grandes transformaciones, que si bien serían criticadas por lentas, al menos serían en prosperidad, paz, y estabilidad.
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