El gobernante venezolano impulsó unos comicios cuestionados por la mayor parte de la comunidad internacional —por la falta de transparencia, competencia real y libertad electoral— para hacerse con el control del único poder del Estado en manos de la oposición.
Triunfo asegurado. Se daba por descontado que en las elecciones legislativas de este domingo, donde los electores venezolanos debían escoger una nueva Asamblea Nacional, ganaría el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Eso pese a la galopante crisis económica y migratoria que vive el país en la última década.
Sin oposición en competencia. Los principales partidos de oposición, como Acción Democrática, Copei, Primero Justicia y Voluntad Popular, decidieron boicotear los comicios y no participaron en ellos. A ello se sumó la decisión del Tribunal Supremo de Justicia de intervenir esos partidos y nombrar juntas ad hoc para que tomaran el control de esos conglomerados.
Control oficialista. Como si esto fuera suficiente, el chavismo controla sin tapujos el Consejo Nacional Electoral (CNE), gracias al nombramiento de sus integrantes por parte del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), pese a que debían ser ratificados por parte del Parlamento.
Baja participación. Aparte de estos elementos, sin duda el elemento que hará aún más cuestionables estos comicios será la baja participación, que podría llegar a menos de un cuarto del padrón electoral, compuesto por unos 20 millones de ciudadanos. No por nada, el “número dos” del régimen, Diosdado Cabello, lanzó la consigna de que “el que no vota, no come”. Ya en las elecciones en que Maduro fue reelegido, en mayo de 2018, votaron unas 9 millones de personas, según datos oficiales, aunque firmas independientes hablan que la participación no llegó a los 4 millones de votantes.
Se cierra el puño. Tras la muerte de Chávez, el régimen encabezado por Nicolás Maduro endureció el trato hacia la oposición, ganó tiempo con dos procesos de diálogo, en 2016 y en 2017, que no llevaron a nada, y purgó las posibles voces disonantes en los órganos del Estado, como fue el caso de la fiscal general Luisa Ortega. Evidentemente Maduro no cuenta con el carisma ni el liderazgo de Chávez y eso se notó en los últimos siete años.
Un Parlamento disidente. En las elecciones legislativas de diciembre de 2015, la oposición logró hacerse con el control de la Asamblea Nacional. Aún el gobierno de Maduro mantenía la inercia impuesta por Chávez, quien aceptó las reglas de las elecciones, un sistema fiable de votación electrónica y veedores internacionales.
Fuera de juego. Pero Maduro impulsó la anulación —en la práctica— de la Asamblea Nacional de mayoría opositora.
Respuesta opositora. Lejos de eso, la Asamblea Nacional siguió actuando —aunque no legislando— y jugó la carta del presidente encargado. Tras declarar ilegítima la reelección de Maduro y declararlo como “usurpador” del cargo de presidente designó en enero de 2019 al titular del Parlamento, el diputado Juan Guaidó, para que reemplazara al heredero de Chávez y convocara a elecciones.
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