Escribo estas líneas desde Kiev, en el día 945 de la guerra, en medio de alarmas de ataque aéreo ruso por tercer día consecutivo a distintas regiones del país, incluyendo la capital, con misiles y drones. Participo de una visita organizada por instituciones internacionales y la Cancillería ucraniana para analistas del llamado “Sur Global”. El objeto es conocer en terreno las consecuencias de la guerra, que comenzó en gran escala en febrero de 2022 y cuyo prólogo fue la anexión de Crimea en 2014.
Es el fin del verano europeo. El largo trayecto por tierra desde Polonia (único modo de llegar a Ucrania), permite encontrarse progresivamente con un país de enorme extensión, generoso en recursos naturales, culturalmente y estéticamente atractivo. Un país de abundancia, simbolizada por sus campos de trigo, sobre el cual flota, sin embargo, la nube de la aniquilación.
En estos días Rusia lanza cada semana sobre Ucrania 30 misiles, 400 drones y 900 bombas “planeadoras”, altamente destructivas, causando víctimas fatales, heridos, y enormes daños materiales. Pero a casi tres años de la invasión rusa, si hacemos abstracción de las gestiones diplomáticas del gobierno, las atrocidades que siguen ocurriendo todos los días en Ucrania ya no son noticia, por más que la guerra prosiga de forma brutal.
Hace un par de meses, por ejemplo, Putin bombardeó a las 10 am de un lunes el mayor hospital de niños de toda Ucrania. Un crimen de guerra particularmente alevoso, donde el daño causado es indescriptible. Pero el mundo ya no se entera.
Esta misma semana, un prolongado ataque aéreo con drones y misiles, causó víctimas fatales, heridos y daños a viviendas e infraestructura crítica en varias regiones del país: Odesa, Járkov, Jersón, Zaporiya, Sumy, y Kiev, la capital. El foco en inutilizar infraestructura en toda Ucrania es que buena parte del país no tenga calefacción ni electricidad – una forma de tortura al pueblo ucraniano, a la que se agrega la tortura psicológica de una reciente amenaza rusa respecto al uso de armas nucleares.
El tiempo, no obstante, ha ido normalizando el horror incluso para los ucranianos. Están tan exhaustos de vivir entre sirenas, incendios, apagones, explosiones y disparos, y tan cansados de huidas despavoridas a recintos antibombas, y mudanzas forzadas que al final no los ponen a salvo, que hoy muchos toman la decisión de no buscar refugio cuando se anuncia el ataque (“si llega un misil, prefiero morir en mi casa”).
Mientras, en zonas rurales niños de 10 años en adelante han aprendido a cavar trincheras o a hacer bombas molotov caseras como parte del esfuerzo colectivo para defender al país frente a un enemigo que podría batallar para siempre, por simple superioridad numérica.
Es cierto, durante la primera etapa de la guerra, los crímenes de Rusia en Ucrania fueron vistos por el mundo entero. Bucha y sus calles sembradas de cientos de cadáveres, desde bebés a ancianos, asesinados a mansalva. Mariupol arrasada hasta sus cimientos, su teatro bombardeado pese a ser un albergue para niños, y sus parturientas moribundas que en vano intentaban dar a luz en una maternidad asediada.
Irpin y sus hordas desesperadas huyendo a pie bajo la nieve y a través de puentes cortados, sólo con lo puesto y con mascotas en brazos. Borodianka, comuna dormitorio de la capital, donde edificios densamente poblados fueron bombardeados sistemáticamente, y luego tanques fueron enviados a finiquitar a los sobrevivientes.
Estos nombres son sólo algunos de los muchos sitios que ya pasaron a la historia de los crímenes de lesa humanidad, como parte de un plan deliberado de expansión imperial mediante la exterminación de Ucrania: porque lo que Rusia busca no es “proteger el idioma ruso”, “promover un mundo multipolar”, “defender valores” distintos a los occidentales, ni tampoco sólo tomar por la fuerza el territorio de otro país.
Los sitios donde se cometieron atrocidades de crueldad inimaginable, aún muestran evidencia: fosas comunes que encierran asesinatos masivos, extensiones agrícolas repletas de minas antipersonales y que causan amputaciones múltiples, campos de concentración donde la población local fue objeto de tortura y todo tipo de vejaciones, la deportación forzada y secuestro de miles de niños.
Todo esto, aparte del daño a objetivos civiles tales como hospitales, colegios, universidades, patrimonio cultural, silos, e infraestructura crítica, a fin de que transformar el hambre, la sed, y las inundaciones en armas de destrucción masiva.
Los ucranianos, entonces, no insisten en luchar solamente para mantener su territorio sino por su derecho a simplemente existir y ser independientes. Esa es la razón de que no puedan simplemente bajar la bandera, ceder, y entregarle el Donbás a Putin. Pero sin ayuda, no podrán mantener su lucha.
¿Cuál es su estrategia? ¿Y por qué esto debería importarnos en América Latina?
Responderemos estas interrogantes en una próxima columna.
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