Cuando en agosto pasado comentamos en este mismo espacio el tardío abandono que Joe Biden hizo de la candidatura demócrata, y la unción que en cosa de horas recibió como reemplazo su vicepresidenta Kamala Harris, lo hicimos recordando una frase de Bill Clinton, del año 2002: los estadounidenses prefieren un líder fuerte, aunque esté equivocado, a uno correcto y débil.
El resultado de las elecciones 2024 confirman que Clinton tenía toda la razón. Lejos del resultado estrecho que todo el mundo anticipaba, Trump obtuvo una victoria con la cual ni siquiera sus fans acérrimos soñaban. Las encuestas, una vez más, menospreciaron el arrastre que el Trumpismo ha generado incluso en bastiones demócratas, encumbrando esta vez al ex Presidente a una posición inmejorable.
Trump obtuvo el voto de los delegados electorales, el voto popular, y mayorías en el Senado y en la Cámara. Éstas últimas lo blindarán ante intentos de destitución o impeachment, y además le permitirán, entre otras cosas, legislar con soltura y nominar a sus incondicionales en los puestos que se le antoje, tengan o no las calificaciones necesarias, sin cuestionamientos reales a esos nombramientos.
Por si fuera poco, también contará con una Corte Suprema que él mismo diseñó y que recientemente le ha garantizado una inmunidad de corte amplio por los actos que cometa durante su tiempo en el poder.
Lo que pasó en Estados Unidos, entonces, puede sino describirse no como un terremoto (evento singular que deja consecuencias), sino como una revolución: un proceso en curso, que avanza con un brío muy superior a su anterior mandato. Un giro sin ambages ni mitigación hacia la extrema derecha. Trump ha recibido una amplia expresión de confianza de la ciudadanía para hacer reformas, de impacto amplio. Un meterorito que dejará muchas especies extintas en el camino, en su país y a nivel global.
Por lo mismo, es poco probable que el origen de esta revolución tenga mucho que ver con Harris en específico, pues la derrota va mucho más allá de la Presidencia y se extiende al Congreso. ¿Dónde pueden estar las raíces?
Biden es impopular pese al buen desempeño económico, y es posible que su política exterior con respecto a Israel e incluso respecto de Ucrania le haya pasado la cuenta. Se le recrimina también su error de juicio al haber aspirado a un segundo período no obstante su avanzada edad y evidentes problemas de salud: la tardía retirada llevó a que no hubieran primarias, que habrían derivado quizá en un mejor contendor que Harris. Pero estas son elucubraciones.
Un punto más firme para el análisis es que existe un área respecto a la cual los sondeos de los últimos meses no se equivocaron. Varias encuestas indicaban que más de la mitad de los estadounidenses, incluidos un porcentaje importante de demócratas, apoyan la deportación masiva de inmigrantes indocumentados que viven en el país.
Esta medida constituyó la principal consigna de Trump. Y al electorado poco le importa el hecho de que encontrar, arrestar y expulsar a más de 11 millones de personas sea casi imposible en la práctica, incluso con ayuda de las Fuerzas Armadas (lo que por cierto resultaría legalmente controvertido).
¿Se pondrá a soldados a hacer controles aleatorios en todo el país? ¿Se premiará la delación ciudadana de indocumentados? Los riesgos para la paz social de implementar medidas de este tipo son altísimos. Además, una vez que se localice a tantos millones de personas, ¿cómo se podría obligar a otro país a recibirlas? ¿Y cómo se mitigará el efecto de la deportación en las industrias agrícola y de construcción, que dependen de estos migrantes?
El apoyo tan mayoritario a una medida draconiana respecto a la migración, así como a medidas anti libre comercio (Trump propone subir considerablemente los aranceles a las importaciones) resultó a todas luces ser mucho más gravitante para los electores que el prontuario legal de Trump, su intento de golpe de Estado hace cuatro años via incitación a la violencia (Ataque al Capitolio), la agresividad de su discurso, y su declarada sintonía con dictadores y autócratas, que lo harían gobernar como un dictador de tipo fascista.
Así lo han denunciado -literalmente- el ex jefe de gabinete presidencial de Trump, John Kelly, amén de importantes figuras del propio partido Republicano, y más de mil de figuras líderes del campo de la seguridad nacional en Estados Unidos.
La estela de Trump a nivel internacional muy probablemente sea indeleble en ese segundo gobierno. Podría dificultar mucho más el funcionamiento de instituciones como el FMI y el Banco Mundial, retirar a su país otra vez del Acuerdo de París, iniciar una guerra comercial, y en general continuar con más fuerza su política exterior contraria al sistema multilateral.
En los hechos podría dinamitar la ONU (simplemente manifestando su renuencia a pagar la contribución anual), y la OTAN, negándose a ordenar el envío de tropas, respectivamente.
Respecto a la UE, a quien Trump en la campaña trató repetidamente de estafadores y abusadores, los desencuentros ya habidos podrían profundizarse ¿Y quién en Occidente podría entonces hablarle de igual a igual para intentar neutralizar las agresiones? El sucesor de Angela Merkel, Olaf Scholz, está en la cuerda floja; Emmanuel Macron está en la cuenta regresiva y su gobierno tiene pies de barro; y Keir Starmer, fuera de la Unión Europea, no tiene el peso necesario.
Para los que aplauden el triunfo de Trump en Chile, habría que decirle que pongan ojo a las predicciones de 23 Nobeles de Economía, que auguran una gran crisis económica para el país del norte y por ende a nivel global, si Trump cumple su programa.
Y que asimismo escuchen a los mejores economistas chilenos, de todos los colores políticos, que han dicho que nuestra economía abierta, paradigma del libre comercio gracias a su red de tratados, podría ser golpeada directamente por la guerra comercial iniciada por Trump, y además de manera indirecta cuando se golpee a nuestros socios comerciales. Finalmente, a los que piensan que los tratados nos servirían de paraguas, deberían recordar que Trump ya ha demostrado ser capaz, mediante presión, de revisar cualquier acuerdo a su pinta.
Trump II ciertamente dejará una marca cuyo impacto se sentirá por generaciones. En su país, sin necesidad de alterar formalmente la constitución, el diseño de gobierno creado por los padres fundadores ha sido alterado de modo radical. Y la nación estadounidense, al mando del Caudillo Trump, deberá construir una narrativa nueva para poder explicarse a sí misma, donde el sueño americano ya no es un crisol.
A nivel global, en esta nueva época del ascenso de la diplomacia transaccional, todo puede volar por los aires. Por lo mismo, países amigos se están preparando, creando equipos especiales (task forces) para enfrentar esta nueva era. No estaría mal que en Chile, incluso los fans de Trump, hicieran lo mismo.
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