Leyendo el excelente libro de Carlos Tromben titulado Baquedano – que entrelaza diversos momentos de la vida política, social y cultural de Chile desde la caída de Balmaceda hasta la elección de Salvador Allende- me acordé del famoso “Congreso Termal” instalado durante la dictadura del General Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) cuyo nombre proviene de las Termas de Chillán.
Fue en ese lugar donde las directivas de los partidos políticos dieron su beneplácito a Ibáñez para que designara cupos para el Congreso , quitándole al mismo su carácter democrático, omitiéndose la voluntad popular.
Manteniendo las distancias, algo parecido a ese congreso amañado subyace en las tratativas en curso para concordar las reglas y mecanismos que nos permitan redactar la nueva constitución; un temor enorme a repetir los excesos que llevaron al fracaso de la Convención y que, por desgracia, solo se podrían evitar acotando a priori su marco de acción y potestades, algo que los partidos oficialistas ven como un pecado inconfesable.
Desde esta perspectiva la discusión apasionada sobre si los convencionales deben ser cien por ciento elegidos adquiere un valor simbólico que va mucho más allá de su importancia práctica.
Para la izquierda que aún no se repone del mazazo que le significó el rechazo de su constitución, aceptar convencionales designados bajo el epígrafe de “expertos” podría ser un suicidio, algo que en una negociación seria y de buena fe ninguna de las partes se lo puede exigir a la otra. Esto lo entendió bien Javier Macaya cuando se reunió con el presidente, pero al parecer no ocurre lo mismo con sus camaradas.
La izquierda ya se allanó a sacrificar el principio democrático básico de cualquier asamblea resolutiva; su carácter autónomo y plenipotenciario para resolver el asunto para el cual ha sido convocada.
Ya están concordados un conjunto de “principios constitucionales” que el ente redactor no podrá en ninguna circunstancia modificar; y estamos hablando de cuestiones importantísimas y definitorias tales como el derecho de propiedad, el sistema político bicameral simétrico, el Poder Judicial, la unidad del estado nacional (no plurinacional), participación de privados en la provisión de derechos sociales incluyendo la seguridad social, entre otras cosas.
Dicho de otro modo, queda prohibida la inclusión en el nuevo texto de muchas de las normas más controversiales contenidas en el borrador que fue rechazado en el plebiscito de salida.
Para garantizar que estas limitaciones se cumplan estrictamente, se crea un panel de 14 juristas designados por el Congreso ante los cuales se podrá reclamar en caso de que los redactores vayan más allá de lo permitido; y como si esto fuera poco habrá una comisión de admisibilidad (algo muy parecido al rol de “tercera cámara” que hoy desempeña el Tribunal Constitucional) que impedirá la introducción y debate de la propuesta ofensora.
Por último, pero no menos importante, se está diseñando un sistema electoral que permitiría el control absoluto de los convencionales por los partidos políticos legalmente constituidos, que tendrán el monopolio para presentar candidaturas que probablemente se haría en listas cerradas, por lo que el partido y no los electores terminaría decidiendo quienes resultan ganadores.
En este contexto insistir en una asamblea mixta, que para todos los efectos prácticos no hace ninguna diferencia es poner en peligro un acuerdo necesario; entregar municiones a sus tractores, que serán muchos principalmente en las huestes gobiernistas. Los negociadores de la derecha y otros se están ahogando en un vaso de agua porque todo lo importante ya está resuelto de antemano y ningún convencional, electo o designado como “experto” podrá alterar esta realidad.
Lo que se está fraguando no tiene absolutamente nada que ver con lo que fue la convención fallida, que más allá del error fatal de intentar constitucionalizar el programa político de un sector, fue sin lugar una instancia mucho más empoderada, autónoma y diversa que la que se está diseñando.
En tiempos normales, sobre todo considerando el infausto recuerdo de la institución de los senadores designados, ningún político, de izquierda o derecha en su sano juicio se atrevería a proponer una convención mixta. Pero resulta que estos no son tiempos normales y la ciudadanía quedó tan traumatizada con la experiencia de la Convención Constitucional que las encuestas muestran una opinión favorable a la designación de “expertos” con voz y voto.
Más aún, la opinión pública justamente lo que no quiere es repetir el experimento “ultra-democratico”, lo que favorece la tentación de insistir en la idea de convencionales designados.
Desde un punto de vista político el gobierno de Boric ya aceptó una convención “termal” y pagará un altísimo precio político por ello. Porque, como es lógico el mecanismo determinará en buena medida un resultado que estará muy por debajo de las expectativas que se había hecho la izquierda con la idea de cambiar la “constitución de Pinochet”. La izquierda oficialista, empujada por Gabriel Boric, a mi juicio, ya ha hecho todas las concesiones razonables que se podían esperar de ella.
Desde el punto de vista de las “fuerzas de rechazo” creo que han obtenido las garantías y resguardos necesarios para que éste nuevo proceso no “se salga de madre” por lo que insistir en convencionales designados ya no es algo fundamental ni indispensable. Es el momento de capitalizar el triunfo, facilitando un acuerdo que nos permita dar por superado, por un largo tiempo, el tema constitucional.
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