Vi a Luis Hermosilla dos o tres veces en mi vida. La primera vez fue en la sala de maquillaje de un estudio de televisión. Ahí me aseguró de que el caso de los falsos exonerados iba a ser el escándalo de la década. Le creí. No fue así. Aprendí entonces que lo que la seguridad tranquila con que Luis Hermosilla aseguraba cosas muchas veces improbables, era en gran parte la razón de su prestigio profesional.
Lo vi otra vez en una fiesta. Estaba todo vestido de blanco con una nueva novia de la que estaba totalmente enamorado. Enamorado como la primera vez, me aseguró. Me llamó la atención que, sin conocerlo casi de nada, me hablara de su amor en términos tan detallados y convincentes. Este tipo de confesiones me lo hizo inmediatamente simpático.
Era la simpatía justamente su segunda arma de combate. Excomunista, ex abogado de la vicaría de la Solidaridad, converso tardíamente a los ideales de la UDI, con amigos en la Concertación y hasta en el Frente Amplio, vendía además de esa experiencia de vida contradictoria y compleja, esa ligereza de gozador sin culpa, de enamorado perpetuo, de amigo de sus amigos, amigos que eran también sus clientes, clientes que también eran socios, socios que eran, sabemos ahora, muchas veces sus cómplices.
Todo eso siempre lo supo todo el mundo. Que Luis Hermosilla ganaba los juicios en cualquier parte menos en los tribunales era algo que cualquiera sabía en las cortes. Que su amistad con todo el mundo no era gratis, tampoco era secreto para nadie. Se sabía que, cuando se hablaba con Hermosilla, se hablaba con Chadwick y, cuando se hablaba con Chadwick, se hablaba con Piñera.
Se sabía también que se podía a través de él acceder a todo tipo de personajes del mundo de los negocios, e incluso la farándula, pero nada era gratis, aunque las anécdotas y las sonrisas podían serlo.
Lucho, que nadie llama Luis, nunca fue objeto de investigación porque a todos les convenía el juego. La enorme fragilidad de nuestras instituciones, no nos horrorizaba del todo porque después de todo Lucho era “de los nuestros”: UDI, comunista, abogado con alma de periodista. La endogamia en un país tan despoblado y centralista no es una novedad. Después de todo ¿Qué país no tiene su Talleyrand, el ministro que sirvió a la Revolución Francesa, a Napoleón y a Luis XVIII?
Es justamente esa última ilusión, la que Hermosilla era nuestro Talleyrand, lo que desmintió el Caso Audio. Al margen de los numerosos ilícitos que la grabación propone cometer, el fiscal resaltó la vulgaridad del lenguaje en que estos se imaginaban. Las ucranianas, las polacas, las dos argentinas.
Luis Hermosilla estudió en el Instituto Nacional, el mejor colegio de su época, donde obtuvo el primer lugar entre los de su generación. Se graduó de abogado en la Universidad Católica, la más elitista de su tiempo. Su padre era uno de los más grandes coleccionistas de manuscritos de Pablo Neruda. Viene de una familia de clase media, pero relacionado por la elite cultural y jurídica del país. En la época de la dictadura se arriesgó defendiendo a las víctimas y militando en un partido clandestino.
Es un hombre que se puede presumir culto, refinado, valiente, con una experiencia de vida rica e interesante, que poco pareciera tener que ver con él que habla de ucranianas y argentinas para arreglar los líos de un comerciante de poca monta, de pocas luces, pero mucha plata.
Todo eso bajo la mirada atenta de Leonarda, una abogada titulada tardíamente en una universidad de poca reputación, sin alguna credencial jurídica, quien ni por un minuto se horroriza por la vulgaridad verbal, moral y mental de la escena.
Se que hay cosas mucho más graves en esa grabación que los garabatos de más o de menos que lanzan los intervinientes. Por lo demás hasta los ganadores del Premio Nobel hablan a chuchadas en privado. Pero que el abogado que maneja los hilos del poder pase su tarde inventando trucos infames por unos dólares más o menos desafía la imaginación de cualquiera de los opinólogos a los que les obsesionan los patios y los pasillo del poder.
Todo muy rasca, todo muy poco poderoso, todo bien patético, este audio es la prueba de algo que le ha ido pasando no solo a Luis Hermosilla, sino a una parte de nuestra elite.
Porque el que pone la plata pone la música y esa no es nunca música clásica, o rock de los sesenta, sino el más infame reggaetón. Es la parte contaminada de la elite chilena la que perdió, en manos del dinero en carretilla y casos de sobornos, cualquier tipo de límites. Y también cualquier tipo de poder.
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La verdad que los políticos no quieren decir: Controlar la delincuencia tardará años y Chile no volverá a ser el de antes. Por Jorge Schaulsohn (@jschaulsohn).https://t.co/5svhgxl01M
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