La confusión que se da en el Partido Conservador británico es el reflejo de una confusión más general que afecta a todo el mundo, porque hay poco consenso respecto a qué políticas públicas son las que mejor funcionan actualmente.
La confusión parte con la crisis de 2008-9. Esta tuvo un efecto letal en el prestigio de los “expertos”. Porque casi ninguno la previó, y hubo poco acuerdo entre ellos de cómo solucionarla. Se libró una larga guerra, que hasta ahora no afloja, entre economistas célebres, muchos con Premio Nobel, atacándose entre ellos en columnas, ensayos, libros.
Como resultado florecieron políticos voluntaristas. Si los expertos no están de acuerdo, pensaron, es porque sus postulados no son científicos. Son meras opiniones, iguales que las mías. ¿Por qué he de ceñirme a lo que dicen, entonces? La razón va cediendo a la irracionalidad. La ciencia a la ideología. El arte de lo posible a la búsqueda de lo inimaginable. Es la hora del populismo.
No solo son los políticos. Algunos economistas se sienten impelidos a ser cada vez más originales. Es eso lo que les lleva al estrellato, sobre todo si encuentran países dispuestos a servirles como laboratorio. Nace la “teoría monetarista moderna”, por ejemplo. Se proclama el fin del neoliberalismo. Se denuesta la globalización, resistida cada vez más por populistas que buscan librarse de reglas internacionales para que nada coarte su voluntad.
Pero con la pandemia, se da de a poco una reacción. Los mercados, nerviosos con los aumentos en la deuda pública, empiezan a resistir los voluntarismos más excéntricos. Exigen más pragmatismo. Covid, y después Ucrania y el fuerte aumento del riesgo geopolítico, contribuyen a que no sea un buen momento para giros radicales, para golpes ideológicos en la economía.
Lo de Liz Truss fue, justamente, un giro radical, por lo menos para estos tiempos. Aleonada por un reducido grupo de académicos libertarios, ella quería resucitar el sueño original de Brexit, que había sido necesariamente postergado por la pandemia. De acuerdo a ese sueño, la recuperación de la soberanía económica del Reino Unido iba a permitir la creación de una economía más libre, con impuestos más bajos y un estado más chico y eficiente. Pero con los gigantescos gastos sociales de la pandemia, reducir impuestos y disminuir el tamaño del estado no era realista. Liz Truss decide hacerlo igual. Anuncia una reducción no financiada del impuesto marginal cuando todavía el país procura paliar la abultada deuda de la pandemia. En pocas horas se desploman la libra y los bonos soberanos, con duros efectos en los precios y en la tasa de endeudamiento de todos los británicos.
En Reino Unido los mercados castigaron un experimento demasiado liberal para el momento. En Chile castigan experimentos que van en el sentido opuesto. Porque ese Brexit chileno llamado “side letters” obviamente no busca recuperar soberanía para liberalizar. La busca para retrotraernos a una suerte de autarquía sesentera. En todos los frentes—CPTPP y TLC con la Unión Europea postergados, aprobaciones ambientales denegadas, impuestos prohibitivos—parece que el propósito es ahuyentar la iniciativa privada para que la reemplace la estatal. Los inversionistas no tardan en reaccionar. No en lo que le dicen a nuestras autoridades en centros como Nueva York, donde siempre les harán la pata. Más bien, como en el Reino Unido, vendiendo activos financieros, con su efecto en el tipo de cambio y el costo de la deuda soberana.
En realidad, en esta época post 2008, en que tanto proliferan las modas excéntricas, los mercados prefieren que los países cedan algo de soberanía. Mejor que estén supeditados a reglas internacionales sólidas. Así se reducen las aventuras de políticos, o de académicos iluminados, que se sienten con el derecho de hacer experimentos con su país.
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