¿Sólo dos opciones: el Apruebo o el caos? Por Juan Luis Ossa

Historiador e investigador del CEP

“¿Está el Estado de Chile preparado para satisfacer constitucionalmente lo recogido en el borrador? ¿En cuántos años? ¿No demoran acaso las “transformaciones refundacionales” un período de tiempo que los chilenos no pueden ni quieren esperar? La historia enseña que una cosa es el anuncio normativo, y otra muy distinta su implementación”, dice el académico.


El lunes pasado, la ministra Camila Vallejo sostuvo que “el camino que ha trazado soberanamente nuestro país es un plebiscito que abre un proceso constituyente y que se cierra este año con el plebiscito de salida, con la opción Apruebo o Rechazo. Ese es el camino trazado, no hay más caminos, no hay más opciones”.

Es decir, contrario a lo que el propio presidente Boric señalara hace unas semanas, el gobierno NO “se pondrá en todos los escenarios”, sino que dejará a la deriva el proceso en caso de que gane el Rechazo. Salvo, claro está, de que estemos ante dos formas contradictorias de enfrentar el mismo dilema: por un lado, un jefe de Estado consciente de que es -y debería seguir siendo- el presidente de todos los chilenos; por el otro, una vocera de gobierno a la que sólo le importa defender su opción plebiscitaria.

Cualquiera sea el caso, el problema contiene distintas aristas, algunas más estructurales que otras. Comencemos por lo más evidente: el 25 de octubre de 2020, cerca del 80% del electorado votó a favor tanto de cambiar la Constitución como de que el nuevo texto fuera preparado por una Convención compuesta “exclusivamente por miembros elegidos popularmente”. La legitimidad democrática de los convencionales es, en ese sentido, innegable; de hecho, es la primera vez que el país cuenta con una instancia con esas características, y eso no cabe sino aplaudirlo.

También es innegable que el cambio constitucional tenía como propósito enfrentar al menos tres cuestiones relacionadas: en primer lugar, satisfacer algunas de las demandas sociales más sentidas por la ciudadanía, en especial aquellas que, como las pensiones, la salud y la educación, se repiten en las encuestas y estudios de opinión. En segundo, desconcentrar los espacios de toma de decisión con el fin de expandirlos hacia los sectores menos considerados por la política tradicional. Finalmente, y como corolario de lo anterior, reinstalar mínimos comunes para superar la polarización que nos persigue hace ya casi tres años.

Pues bien, ahora que tenemos el borrador preparado por la Convención, cabe preguntarse hasta qué punto esas promesas podrán llevarse a cabo.

En cuanto a los derechos sociales, el catálogo es efectivamente más extenso y detallado que el de la Carta vigente. Ello no quiere decir, sin embargo, que lo anunciado vaya a tener una consecuencia práctica y concreta; no al menos en un lapso razonable. ¿Está el Estado de Chile preparado para satisfacer constitucionalmente lo recogido en el borrador? ¿En cuántos años? ¿No demoran acaso las “transformaciones refundacionales” un período de tiempo que los chilenos no pueden ni quieren esperar? La historia enseña que una cosa es el anuncio normativo, y otra muy distinta su implementación.

Respecto a la desconcentración en la toma de decisión, me temo que el sistema político diseñado por las izquierdas deja mucho que desear. Si bien se dice que el poder Legislativo estará compuesto por el “Congreso de Diputadas y Diputados y la Cámara de las Regiones”, lo que tendremos es un bicameralismo demasiado asimétrico, ya que las prerrogativas de esta última serán bastante menores que las que en la actualidad tiene el Senado. Así, los diputados y diputadas ejercerán una influencia desmedida en la discusión legislativa, un atentado contra la desconcentración del poder que, por supuesto, empeorará dramáticamente cuando el Ejecutivo cuente con mayoría parlamentaria y apruebe sus leyes de forma unilateral. Los contrapesos quedaron tan debilitados que los miembros de la Cámara de las Regiones ni siquiera podrán “fiscalizar los actos del Gobierno ni de las entidades que de él dependan”.

Todo esto remite al que ha sido el motor ideológico de buena parte de los convencionales: redactar un programa de gobierno más que una Constitución que limite el poder y garantice derechos claros en el menor tiempo posible. En efecto, en áreas como la educación, el texto de la Convención reproduce prácticamente a la letra los principios y fines del Programa de Gobierno de Apruebo Dignidad, confundiendo lo que es una alianza política coyuntural con el que debió ser siempre el objetivo del proceso: transformar el borrador en un pacto intergeneracional social y políticamente aceptado por grandes mayorías.

Es dicha confusión la que sin duda explica la declaración de Vallejo: al gobierno lo que realmente le interesa es que sea este borrador, por deficiente y partisano que sea, el que se apruebe en el plebiscito de septiembre. Ven en él una oportunidad histórica de “romper con la Constitución de Pinochet” y “terminar con el neoliberalismo”. Olvidan, no obstante, que mucho más importante es contar con una buena Constitución; una que permita sacarnos de la crisis institucional y que sea, insisto, aceptada por una mayoría amplia y perdurable en el tiempo.

El llamado, entonces, es a que el gobierno acepte de una buena vez que la realidad política exige tener un plan de acción para el caso de que triunfe el Rechazo. Nada de esto requiere cambiar ninguna papeleta; simplemente, demanda reconocer que, para tener una “buena nueva Constitución”, es indispensable que las opciones no se reduzcan al “Apruebo o el caos”. Hay vida después del plebiscito, y nuestros representantes -en el Ejecutivo y el Legislativo- deberían ser los primeros en saberlo. Ellos ya demostraron su capacidad negociadora el 15 de noviembre de 2019; ahora habrán de replicarla y asegurar, a través de un nuevo “Acuerdo”, que una victoria del Rechazo no significaría el fin del proceso constituyente, sino, por el contrario, su continuación en un ambiente más constructivo y menos polarizado.

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