Entre los temas más debatidos de gobierno corporativo estos días están los compromisos, objetivos y políticas que tanto emisores como inversionistas adoptan en relación con maximizar el interés de los accionistas o tomar una visión más amplia, normalmente alineada con el beneficio de todos los grupos de interés, así como las temáticas sociales y medioambientales. A la luz de ese debate, pareciera darse por descontado que las empresas e inversionistas siguen esos objetivos al pie de la letra y cumplen sus resultados.
Un artículo recientemente publicado por Raghuram Rajan, Pietro Ramella y Luigi Zingales, de la Universidad de Chicago, se hace la pregunta de si eso será realmente así. Dudan si sirve de algo que las empresas adopten públicamente objetivos y se proponen encontrar la respuesta usando la inteligencia artificial. Para ello tomaron las cartas a los accionistas de las 150 empresas más grandes de los Estados Unidos, de entre los años 1955 a 2020, y las analizaron con un sistema de procesamiento de lenguaje natural.
En los resultados se encontraron, en primer lugar, con que en 1955 solo el 60% de las empresas explicitaba algún objetivo y entre quienes lo hacían estos objetivos eran en promedio tres. En 1980, el 85% de las cartas contenían objetivos y el promedio de objetivos era de cuatro. Para 2020, prácticamente todas las cartas contenían objetivos y el promedio era de nueve objetivos por carta.
Luego, analizando el tipo de objetivos incluidos en las cartas, descubrieron que al comienzo del período solo el 40% tenía que ver con los resultados financieros (aunque ninguno mencionaba explícitamente la idea de maximizar el valor para los accionistas, ya que Milton Friedman aún no la popularizaba). Ya para mediados de los noventa, prácticamente todas las empresas incluían el objetivo de aumentar los resultados corporativos y dos de cada cinco mencionaba expresamente la maximización del valor para los accionistas. En la década de 1990 también surgen las empresas que incluyen como objetivo a uno o más grupos de interés (no accionistas) y la inclusión de objetivos sociales más amplios, como el medioambiente y la diversidad, que aumentó de 20% en la década de 1980 al 90% en 2020.
Los autores atribuyen esta proliferación de objetivos, financieros y ESG, a que paulatinamente se ha hecho evidente que hay cada vez más razones para que las empresas los hagan públicos. Entre ellas destacan el resaltar las fortalezas de la empresa, prometer mejor desempeño, asumir un compromiso con cierto grupo de interés, o derechamente crear legitimidad al alinearse con las expectativas de la sociedad. Con esto en mente, los autores se preguntaron a continuación si estos objetivos eran reales o cosméticos, si estuvieron correlacionados con un cambio real dentro de las empresas que los adoptan o eran solo palabras.
Para buscar una respuesta a esa pregunta, analizaron el vínculo entre los objetivos declarados y los incentivos que las empresas ofrecen a sus equipos. Ahí encontraron que entre 2005 y 2020, el 96% de los incentivos que determinan la compensación variable de los altos ejecutivos de las empresas estuvo vinculada al precio de las acciones y otras medidas netamente financieras de desempeño. Si bien un grupo de empresas también usó métricas no financieras en la compensación, esas métricas eran en general responsables de una parte muy marginal de la remuneración.
Por último, quisieron comprobar si los objetivos estaban correlacionados con los resultados efectivamente obtenidos por las empresas que se los propusieron, especialmente con el desempeño a largo plazo, medido como supervivencia, crecimiento, rentabilidad y rendimiento de las acciones, en un horizonte de cinco y diez años. Encontraron que las empresas que decían enfocarse en maximizar el valor para los accionistas mostraron un peor desempeño, ya sea en forma de rentabilidad o rendimiento de las acciones, y un menor crecimiento de activos y ventas, que el promedio. Aquellas empresas que propusieron objetivos vinculados a sus grupos de interés también mostraron menor rentabilidad y solo aquellas que se propusieron objetivos medioambientales aumentaron su rentabilidad.
Ante esta evidencia, los autores concluyen que los objetivos declarados a los accionistas parecen tener, en promedio, mucha menos influencia real en el desempeño y los resultados de lo que podría sugerir el actual interés y debate público sobre ellos.
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Héctor Lehuedé, socio de RAZOR Consulting, es abogado de la Universidad de Chile, magíster de la Universidad de Stanford, director de empresas certificado por del IoD de Reino Unido, y está especializado en gobierno corporativo, integridad, sostenibilidad y asuntos financieros.
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