En distintas entrevistas el exconvencional Patricio Fernández ha dicho que el principal “pecado” del primer proceso constituyente fue la soberbia. En momentos en que se están concretando los pasos para dar continuidad a este proceso con uno nuevo, parece importante no repetir los errores del primer intento por renovar nuestro texto constitucional.
Después de todo, según las encuestas, el actual proceso comienza con niveles de aprobación inferiores al anterior, que terminó con un histórico nivel de repudio electoral.
Por cierto, tanto desde el lado de los que votamos Apruebo como los que votaron Rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre existe el deseo de evitar los errores del pasado. En este sentido, la pregunta es cómo se expresó esta “soberbia” en el proceso anterior.
Detrás de esta pregunta se observan dos posibles explicaciones para la contundente victoria del Rechazo. Dos explicaciones que, en ningún caso, son mutuamente excluyentes.
Una primera explicación pone el énfasis en el «votante mediano», que supone un quiebre abrupto con el ethos del estallido; otra, en la identidad reactiva tradicional que se consolidó contra la propuesta constitucional y que supone reconocer que el estallido tenía un componente claramente anti-elite pero no necesariamente “de izquierda”.
En la primera interpretación, el foco está puesto en que el nuevo proceso evite los discursos refundacionales y se mantenga dentro de un cauce institucional de acuerdos y moderación, apelando a votantes de “centro”. En la segunda, el foco está en los votantes no alineados en el eje izquierda-derecha, y, en ese sentido, el éxito o fracaso del proceso dependerá de que se le perciba como una instancia diferente a la “política cotidiana”, abierta a una ciudadanía que desconfía de sus representantes políticos y la institucionalidad.
Estas dos explicaciones del Rechazo y lo que implican para el nuevo proceso empujan en direcciones contrarias. Esta es una de las razones por la que llegar a un acuerdo y tener un proceso constituyente exitoso es tan difícil.
El acuerdo alcanzado claramente privilegió el primer elemento, el de la tranquilidad, por sobre la apertura y transformación. Es más, como dijo el Presidente Boric, un acuerdo imperfecto es mejor que ninguno. Y el acuerdo alcanzado es uno imperfecto porque es imposible que se puedan cubrir perfectamente todas las demandas que se le hacen al proceso, incluyendo estabilidad y transformación simultáneamente.
Tanto el primer proceso, como el que comenzará ahora, son imperfectos. Eso no es novedad. Lo importante es no caer en la soberbia que condenó al primer intento.
Reconocer las potenciales falencias de un proceso no es querer deshacerlo. Todo lo contrario. Es tomarse en serio las dificultades que enfrentará. Esto es especialmente importante dado el plebiscito de salida del nuevo proceso y que solo la más obtusa soberbia podría llevar a creer que está ganado.
En el proceso anterior, los que osaban a sugerir que la Convención Constitucional iba por mal camino eran inmediatamente acusados de estar en contra del proceso de nueva Constitución.
Las advertencias sobre el impacto que tendría despreciar aspectos esenciales para la vida de muchos chilenos como las tradiciones, las identidades patrióticas, cayó en oídos sordos.Algo parecido ocurrió con los llamados a alcanzar acuerdos amplios, que incluyeran a la derecha, para temas como sistema político.
El peligro es que para el nuevo proceso ocurra algo parecido, pero desde la vereda opuesta.
Es decir, que se ignoren las advertencias sobre una potencial animadversión con el nuevo proceso, ya no por su carácter refundacional, sino por su asimilación con la “política de siempre”.
Esta animadversión no es un problema para los que quieren que le vaya al mal proceso. Lo es para los que queremos que resulte.
Es importante distinguir entre los que exponen las potenciales fallas del proceso por un genuino interés en su mejoría, de los que, en realidad, están preparando la campaña del rechazo de salida.
Así, parece bastante impresentable que quienes hayan firmado el acuerdo se desdigan de la palabra empeñada. Sin embargo, dentro del acuerdo hay varios aspectos que tendrán que ser determinados. En particular, pareciera ser que los nombres de los “expertos” que participarán del proceso serán cruciales para la legitimidad que tenga el proceso como un espacio de apertura a la ciudadanía.
Las encuestas muestran que la demanda de “expertos” en la población es asimilable a figuras que estén “por sobre” las disputas de la política cotidiana y que acompañen el proceso constituyente entregando una perspectiva con su conocimiento y visión, distinta a los otros espacios de representación. A la vez, legítimamente, la tendencia va a ser a que el Congreso elija figuras que expresen su composición. No va a ser fácil encontrar el equilibrio.
Una buena métrica es que el consejo de expertos podría parecerse al Consejo Ciudadano de Observadores del proceso constitucional que empujó la Presidenta Bachelet. Si, en cambio, el comité de expertos se parece más a una mesa de negociación de las listas parlamentarias, el golpe a la percepción del proceso puede ser fatal para el plebiscito de salida.
En definitiva, para que al proceso le vaya bien, se necesita generar una coalición social y política amplia que quiera que le vaya bien. Una coalición así necesita incluir a personas críticas al proceso, pero que reconozcan que un acuerdo imperfecto es mejor que ninguno. Después de todo, otro proceso constituyente fracasado sería un golpe durísimo a la línea de flotación de nuestra democracia.
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