¿Por qué, pese a que la propuesta constitucional proponía garantías al derecho al agua, esta fue rechazada en Petorca?
¿Por qué, pese a contener varias disposiciones que otorgaban derechos a las comunidades indígenas, el texto propuesto fue rechazado en las comunas con más población indígena como Tirúa?
¿Por qué, pese a contener varias disposiciones de defensa medioambiental, el texto que elaboró la convención fue rechazado en las zonas de sacrificio medioambiental, como Quintero-Puchuncaví?
Seguramente las razones son múltiples y difieren en cada caso, pero hay algunos elementos que podrían ayudar a una explicación.
La Plataforma Telar, del Instituto Milenio Fundamentos de Datos, hizo un estudio en profundidad de la visión de los habitantes de Quintero-Puchuncaví. En esta icónica localidad, marcada por el daño medioambiental, encontraron que la demanda que aparecía con más menciones era por la calidad de los servicios de salud.
Solo después de esta aparecía el deterioro del medioambiente, no muy lejos de la preocupación por las pensiones y el desempleo o incertidumbre laboral. Asimismo, tenían una presencia relevante las preocupaciones por el narcotráfico, alcantarillado y calidad del transporte público.
Es decir, lejos de la visión monotemática que reducía a la zona exclusivamente a los temas medioambientales, los grupos humanos son complejos y combinan una diversidad de preocupaciones y aspiraciones.
Eso es lo que hace tan difícil la representación y puede ser parte de la explicación de que artículos específicamente pensados para un grupo no tengan el efecto buscado. Por eso ser representante es mucho más difícil que simplemente sumar la multiplicidad de demandas que tiene cada grupo de la sociedad.
Una de las tensiones fundamentales que marca la representación en democracia es la manera de hacer convivir pacíficamente intereses contrapuestos que existen en las sociedades. Algunos defenderán un mayor crecimiento económico y rentabilidad de las inversiones, otros estarán preocupados de una mejor redistribución de los ingresos y unos terceros verán con preocupación el daño al medioambiente que generaría un crecimiento no sustentable.
Muchos de estos intereses tienen que ver con las identidades sociales que conviven en un país. Identidades territoriales, de clase, de religión, de etnia etc. Para todos estos grupos es importante acceder al poder para hacer avanzar sus intereses. Una sociedad compleja tiene muchísimos de estos intereses en juego.
Por otro lado, no solo las sociedades son complejas, los individuos también lo son. Un mismo individuo puede tener múltiples identidades sociales que no necesariamente empujan en la misma dirección.
Normalmente se cree que la crisis de representación consiste simplemente en una excesiva autonomía de los representantes que les permite desentenderse de la demanda de los ciudadanos que los pusieron en su cargo. Este, por cierto, es una cara de la crisis de representación.
Sin embargo, la representación entendida solo como la mera obediencia a los intereses de grupos particulares representados, en lugar de ideologías universales, tiene sus propios peligros a la legitimidad de los representantes.
Ya en 1774, en su famosa alocución a los electores de Bristol, Edmund Burke advertía del peligro de pensar el congreso como un lugar de simple disputa de grupos de interés:
“El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros, debe sostener, como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad”
El representante que se ve a sí mismo como el mero vocero de un grupo o una causa no solo renuncia a su juicio y, por ende, traiciona a sus representados apoyando aquello que les pueda perjudicar, sino que traiciona la razón misma de la existencia de representantes: la visión de conjunto.
La razón de ser de la representación en democracia no es simplemente que no quepamos todos en una asamblea gigante o que la tecnología no permita que todos voten todo. La ventaja de la representación, si funciona bien, es que permite, junto a las defensas particulares, la defensa de discursos globales que trasciendan las posiciones particularistas y empujen un proyecto público coherente.
Esta distinción entre los intereses particulares y el interés público del conjunto es especialmente importante en la construcción del marco básico de funcionamiento de la institucionalidad de una sociedad, expresado en su texto constitucional. Lo más importante en una constitución es su capacidad de formalizar un proyecto país de largo plazo, no simplemente la sumatoria de intereses particulares que lo componen.
Inevitablemente, una de las discusiones centrales para una eventual nuevo proceso constitucional va a ser el rol que les corresponderá a los partidos y a los independientes. No podía ser de otro modo dado que, pese a las críticas que han emergido al funcionamiento de la convención constitucional, según la encuesta Criteria, 82% de los encuestados preferiría que los integrantes de la nueva Convención no sean militantes de partidos, sin diferencia estadísticamente significativa respecto de octubre de 2020. Los partidos siguen siendo hoy tan impopulares como lo fueron dos años atrás.
En este sentido, esta columna es un intento de defender una posición que es impopular: defender la necesidad de que los partidos jueguen un rol protagónico en el proceso constituyente, pero, a la vez, que esto debiese venir de una mayor exigencia a la forma de funcionar de estas organizaciones. Esto para evitar repetir los errores del proceso constituyente anterior.
Cuando un candidato reconoce su afiliación a un partido, en el fondo se hace cargo de la multiplicidad de intereses y posiciones que el partido representa y, por lo tanto, se ve obligado a responder a una visión de conjunto…o eso es lo que deberían ocurrir, aunque ciertamente es discutible que ocurra hoy. La crisis del sistema de partidos que observamos en Chile no la trajeron las listas de independientes. Si hay que buscar culpables, parece que habría que poner el foco en los mismos partidos.
Los partidos como meros instrumentos electorales no resuelven los problemas de mediación política. Más allá del número de fichas firmadas ante notario y presentadas al Servicio Electoral, las marcas vacías de liderazgos coordinados, a veces clientelares, que se organizan para desafíos electorales, están lejos de generar un auténtico debate público a la altura de lo requerido.
En América Latina ha sido frecuente la idea de alcanzar una democracia sin partidos. Como explican Levitsky y Cameron (2003), los partidos son de las instituciones con menor credibilidad de América Latina, pero sin ellos la democracia es casi inconcebible. Así, se corre el riesgo de disminuir a los partidos a un “mal necesario”.
Pero los partidos, cuando funcionan, son mucho más que eso. Estos cumplen un rol fundamental en la democracia, nos ayudan a que nuestros representantes respondan de manera fiel a sus representados, permiten agregar demandas particulares en visiones globales de conjunto.
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