El alcalde Carter tiene hace muchos años la misma edad indeterminada entre 35 y 45 años (tiene 52). Su gracia ha sido en gran parte esa: que se parece a todo el mundo sin dejar de ser él mismo. Pelo negro, piel blanca, ojos negros, rasgos redondeados, ojos vivos, a la que le agregó un par de cirugías plásticas que le dieron a su rostro algo de fantasía inesperada, algo de indeterminado que lo aparta del resto de los rostros esperables de la política chilena.
Ese rostro quizás cuenta mejor la contradicción política de Rodolfo Carter, ese abogado de la Universidad Católica que lo hizo todo bien, todo en orden en la vida, hasta que de pronto se independizó de su partido y sacó del sombrero una personalidad propia inesperada, atractiva, pero aún no totalmente definida ni definible a primera vista.
Rodolfo Carter, eterno alcalde de La Florida, lleva muchos años en una campaña presidencial solitaria que es también una lucha contra él mismo. Así, se lanza en una guerra por destruir una casa de narco, que más bien parece un museo de éstos, que se le empantana en tribunales. Carter, con su lucidez habitual, cree que la clase media “emergente”, la siempre “sumergida” clase media chilena, puede requerir un Bukele, un Trump o lo peor un Bolsonaro que hable por ese pueblo asustado que necesita con desesperación alguien que hable su idioma de vocabulario muy simple y de sintaxis enrevesada.
Carter ve esa necesidad y se pregunta a veces “¿seré yo señor?”. Todo en él parece dirigirse ante esa posibilidad, pero algo en él se lo impide. Algo que se puede llamar escrúpulo, lucidez, decencia o simplemente la edad y la experiencia que no lo dejan estar a la altura -demasiado baja- del nuevo populismo mundial, este que, tanto en su versión de derecha como en su versión casi de izquierda, ha sabido como ninguna otra fuerza política adaptarse a las redes sociales y unir en torno a un líder, ojalá excéntrico, las ansias contradictorias de estos tiempos.
Carter ha jugado demasiado tiempo el papel de niño bueno, el hijo que vive con su madre, el hombre que deja que planten marihuana en su comuna y reparte condones en la misma, para estar a la altura de las cruzadas puritanas y las declaraciones de guerra incesantes que caracterizan al nuevo populismo de derecha. Por lo demás, hace una década que Carter viene negando, programa tras programa, que es de derecha, aunque es evidente que no es de izquierda. Es floridano, dice. Es decir, una comuna al oriente de la capital, en el lado rico de la ciudad, pero también al sur, en la parte más pobre de la misma.
Carter es el rostro de esa identidad contradictoria, rica por esa contradicción, pero compleja por eso mismo. Nació en Valparaíso, pero se crió en La Florida, sin ser del todo pobre, pero muy lejos de cualquier tipo de comodidad. Hijo y nieto de demócratacristianos, opositor a la dictadura, quiso ser santo en el colegio y parecía de muchas maneras estar a punto de serlo. Niño leído que no decía garabato, en la Universidad Católica conoció el movimiento gremial y después de ver a Jaime Guzmán, poco antes de ser asesinado, empezó a militar en la UDI.
Esto no le impedía bailar en la Blondie los fines de semana. Católico convencido, pero hijo del catolicismo popular posconciliar, no podía más que ver con distancia la pechoñería de muchos de sus compañeros de partido ni tampoco el aislamiento social y económico en que vivían. Pero era la época de la UDI popular, el proyecto más ambicioso y exitoso, y más malogrado finalmente, de la derecha chilena. Consistía en ir a disputarle municipalidades populares a la Concertación con un discurso asistencialista y una posible eficiencia en la gestión que estaban muy lejos de poder exhibir los alcaldes hasta entonces en el poder.
Se trataba entonces de gobernar con la radio prendida y estar donde estuvieran las cámaras, vestidos de chalecos amarillos o naranjos de seguridad, o casacas municipales y hablar de los “problemas de la gente”. Es decir, evitar la alta política como si se tratara de una peste. O peor, simplificar todos los debates, invocando el sentido común que es el menos común de los sentidos, dijo alguien por ahí.
De todos esos alcaldes “misioneros” el único que se salvó fue Rodolfo Carter. A los otros los pillaron poniendo las manos en la caja municipal o la manera condescendiente con que trataban a sus votantes los alejó de ellos. No eran de “ahí” y se les notaba demasiado. Carter en cambio dormía en su misma comuna y no se negaba a hablar de los famosos “temas valóricos”, el matrimonio del mismo sexo, los preservativos, y todo lo que los animadores de los matinales quisieran.
Se fue de la UDI a tiempo, pero en realidad fue la UDI la que dejó cancelado el proyecto de la UDI popular que era su único vínculo con Rodolfo Carter. Quedó sin embargo perfectamente enraizado en esa fantasmal UDI popular y sus blujines Docker. Los gestos de simpatía, que le profesan justamente Pamela Jiles y Franco Parisi, dejan en claro la distancia que los separa de ellos. Ellos no tienen el menor escrúpulo en plantear esto y lo contrario, mientras Carter aun carga con el andamiaje conceptual antiguo y quiere argumentar y tener la razón y no prometer demasiadas cosas que no puede cumplir.
Carter está lejos de ser un político clásico, pero lejos de ser una máscara posmoderna de esas que asustan a los convencionales y entusiasma a los demás. Lejos del carnaval, pero no del todo fuera de él, está a punto de ser, a un segundo, una metamorfosis que personalmente no le deseo por nada en el mundo.
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