Vi por primera vez a la Pamela Jiles en el lanzamiento de las memorias del juez Cánovas Robles, a finales de 1988. Era ya entonces un mito en el mundo de la izquierda chilena donde había roto varios corazones. Me impresionó su rubiedad inapelable, en esa época en todo su esplendor. Extremadamente joven todavía, ese estilo sobreactuado de hablar y moverse como si la estuvieran filmando siempre, se condimentaba con una dosis no menor de humor que me la hizo instintivamente simpática.
Otra cosa me llamo la atención. Yo era parte de un taller literario, el de Antonio Skármeta que se supone sería consagratorio para los miembros de mi generación. Pamela había postulado, segura de que quedaría entre los 200 postulantes. No quedó y estaba indignada por ello (y no entendía porque yo sí había quedado). Tengo la impresión de que si la hubieran seleccionado, el país se hubiese ahorrado bastantes tormentos y tontería.
Sin un taller que temperara su ego, sin otros escritores que editaran sus textos, Pamela publicó algunos libros de indiscreciones eróticas además de algunas columnas casi siempre sexuales. Se acercó a escritores, notablemente a Armando Uribe, tratando de entrar al círculo de las letras. Pero su estilo recargado y kitsch, su obsesión por dejar en claro que el trasero con que adornaba la portada de su libro era el suyo, no le permitió nunca salir de sí misma para ir hacia el lector.
Lo mismo le pasó en el periodismo, ninguno de sus reportajes trascendió el tiempo porque en ellos siempre la noticia era ella o, porque como señala Santiago Pavlovic, la tenacidad y el rigor nunca fue lo suyo.
En la farándula todo eso importaba poco. Los personajes que ahí habitan pueden aguantar que se mienta o se exagere sobre ellos impunemente. En la farándula es normal que el periodista sea tanto o más personaje que sus reporteados. Pamela, que nunca tuvo un pelo de tonta y viene de una familia de intelectuales muy preparados, supo crear un personaje único: la abuela, una señora delirante pero certera, que se ríe de sí misma, pero que al mismo tiempo se toma peligrosamente en serio.
Obsesionada por los fusiles de cualquier calibre, sobrina del general Izurieta, casada con un exdirigente del MIR, Pamela ha estudiado como nadie estrategia militar. Esos estudios encontraron plena utilidad cuando conoció a su pareja actual Pablo Maltés, alias “El abuelo”.
Exmilitante del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, Maltés compartía el diagnóstico que el pueblo ya no era el obrero consciente y luchador, sino una masa enganchada a su celular, expresando su incomodidad en el mundo a través de varias tribus urbanas de origen más o menos japoneses. Un pueblo al que solo se podía llegar acariciándole en el sentido del pelo.
Hay parejas que juegan bridge, otras que hacen el amor desenfrenadamente, otras que crían hijos como pueden, otras que viajan y cocinan juntos. Pamela Jiles y Pablo Maltes conspiran. Imaginan estrategias comunicacionales para instalar a la abuela al centro de la noticia siempre.
Estrategia también para incomodar a Gabriel Boric, que es justamente lo que la pareja más odia, alguien que intenta creer en lo que cree y ejerce el poder que es para ellos solo una entelequia sobre el que les gusta delirar sin nunca hacerse responsable de lo que proponen.
Ellos, no creen en nada, o creen que creen en el pueblo con el que se rozan a lo lejos en la puerta de la mansión en la que viven en La Pintana. Heredera de la fortuna de los Caffarena, su idea del pueblo es perfectamente despreciativa.
El pueblo es pura necesidad de dinero rápido y a la vena. “Nietitos”, es decir menores de edad permanente a los que los abuelos regalan cosas. Una Eva Perón, sin Perón, que hace caridad no solo con plata ajena, sino con la propia plata de los pobres a los que desvalija por su bien. Todo eso con la intención de destruir el sistema de AFP, sin pensar, claro, en reemplazarlo por nada más.
Porque en Pamela Jiles la destrucción es el instinto básico y primario que ordena todos los demás instintos. Acabar con lo que existe sin pensar en lo que existirá es la única política de esta “abuela” que divide y luego pulveriza todos los partidos en que milita, todas las alianzas que traba, todos los que por un tiempo intentan ser sus amigos.
¿Qué heridas esconde esa certeza en la destrucción? ¿Qué llevó a esta mujer inteligente y graciosa a ser este ángel exterminador de la izquierda chilena? Sería largo de investigar. Será apasionante intentarlo, pienso, aunque luego recuerdo el recargado maquillaje, la mochila de colores vivos, la bajeza de los argumentos, la facilidad para difamar y mis ganas de entenderla terminan en espanto.
Jugando ahora a ser candidata del PDG, un manicomio en que parece tener un lugar natural en que ejercer el infundio y tejer, Pamela Jiles sobrevive a todo y a todos, cual araña que vive de tejer una tela infinita donde la primera en enredarse en ella es ella misma.
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