Perfil: Nicolás Maduro, el fin de la madurez. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista

Los dictadores caen cuando ya no sirven. Ese es su secreto: parecen todopoderosos, pero nunca pasan de ser empleados, tontos útiles de causas que los usan y los botan. Algo de eso está pasando con Maduro. Puede que con mucha “ayuda” gane las elecciones, puede que no acepte al menos perderla, pero para Maduro la historia ya fue y nunca más será. La historia no lo absolverá, pero puede que incluso lo olvide. Sería, para alguien de tan triste currículum, el mejor de los destinos posibles.


Es difícil predecir algo de lo que sucederá en Venezuela este domingo. Que un grupo de extraterrestre o de tiburones de tres cabezas ganen las elecciones venezolanas, sería tan posible como que Maduro consiguiera seguir con el poder. Tan posible o imposible que la conocidamente poco hábil oposición lograra arrebatárselo.

Estos largos 32 años desde que un desconocido oficial tratara de arrebatarle el poder a Carlos Andrés Pérez, han sido un cúmulo de sorpresas inesperadas, casi ninguna de ellas feliz. Un país rico y profundamente injusto, se ha convertido en un país pobre aún más injusto, si cabe, de lo que nunca fue. Un país que asumía la corrupción como un mal menor la ha convertido en el único motor viable de su economía.

Todo eso en manos primero de Hugo Rafael Chávez Frías, un alucinante cúmulo de contradicciones brutales: cristiano, marxista, beisbolista, fidelista, amante de las elecciones y enemigo de la separación de poderes; un militar que dio casi todas sus batallas en la televisión, un matón con alma de poeta, o un poeta en un cuerpo de matón, pero, sobre todo, un maestro en todas los trucos y las triquiñuelas de la política.

Un líder irremplazable que ungió como sucesor al funcionario más gris y servil de cuantos lo rodeaban: Nicolás Maduro Moros, chofer de buses de acercamiento, sindicalista sin brillo y chico de los mandados de los cubanos. Todos esperaban que fuese una figura de transición ante la llegada de los líderes verdaderos del mundo bolivariano, todos mejor armados, más pensantes, más poderosos que el ex guitarrista de la banda “Enigma”.

“El gallo Pinto” como se hace llamar popularmente ese grandote ex guardaespaldas se fue quedando en el poder, creando su propio mito, ganando sus propios adeptos, persiguiendo a muchos de los chavistas de primera hora. ¿Sobrevivirá una tercera elección en un país que vive hundido en la miseria, la incerteza, el miedo, y sobre todo y ante todo, en el hastío más generalizado?

Las dictaduras, cuando se alargan, consiguen una magia que le es propia: confunden la frontera de sus gobiernos con las de la realidad. Mucha gente odiaba a Franco, o a Stroessner o a Fidel, o a Pinochet, pero en el esplendor de sus reinos nadie sabía cómo se podía vivir sin ellos arriba tuyo. Y así Franco era España, y Stroessner era Paraguay y Pinochet era Chile. Habrían todos ellos ganado fácilmente las elecciones en que, para ahorrarse el stress de las malas noticias, amainaban a su gusto, sin embargo.

Esa simbiosis entre los países y sus tiranos terminan cuando estos tiranos olvidan que tienen cuerpo, enfermedades, miedos, límites y cuando los pueblos empiezan a separar el país de su gobernante y pensar que quizás hay vida sin el tirano diciendo que se puede hacer o no hacer.

Las dictaduras pierden elecciones solo cuando hay algo que elegir que no sean ellos o el caos. En el caso de la dictadura chilena, esa alternativa que hizo imposible prolongar el chantaje de Pinochet, tuvo que ver tanto con la valiente resistencia de los chilenos, como con el fin de la guerra fría que hizo inútil la existencia de ese Muro de Berlín de derecha que era la Cordillera de los Andes chilena.

Los dictadores caen cuando ya no sirven. Ese es su secreto: parecen todopoderosos, pero nunca pasan de ser empleados, tontos útiles de causas que los usan y los botan. Algo de eso está pasando con Maduro. Rusia está demasiado ocupada arrasando con Ucrania para darse lujos de tener una colonia sudamericana. A Irán también le preocupa más Israel que el estado de Carabobo. Cuba es una balsa sin dirección.

Trump está dispuesto a ahorrarse el problema de Venezuela antes mismo de llegar a tenerlo. Lo mismo se puede decir de Kamala Harris. Lula apoya al amigo caribeño en público, pero en privado no puede sino lamentar ese enorme desperdicio de voluntad, esfuerzo, vidas y petróleo. Todo el resto del continente yace aplastado bajo una ola sin fin de inmigrantes desesperados que complican la agenda interna tanto de gobiernos de izquierdas como de derechas, todos ellos impermeables al nulo encanto de Gallo Pinto.

A Maduro, ese hombre de ojos triste y bigote de funcionario asustado, nadie lo quiere. Sospecho que nunca lo quisieron demasiado en la vida, o al menos eso dice su mirada de oso ensordecido que intenta hacerse el gracioso sin nunca conseguir tener alguna gracia. De quererlo quizás nadie lo quiso, pero antes servía para algo: Cubría a Diosdado Cabello, firmaba papeles, hablaba con el fantasma de Chávez convertido en pajarito. Intervenía como podía en la política boliviana, ecuatoriana y hasta argentina a veces. Se inventaba guerras con Colombia o con Guyana que nunca terminaba de declarar.

Existía de alguna forma más allá de su perfecta banalidad. Ilusionaba a algún remoto Jadue, conseguía que algún cantautor extraviado le susurrara al oído. Ahora no puede llenar ni una avenida de Valencia, ni asustar a nadie, ni conmover a nadie.

Puede que con mucha “ayuda” gane las elecciones, puede que no acepte al menos perderla, pero para Maduro la historia ya fue y nunca más será. La historia no lo absolverá, pero puede que incluso lo olvide. Sería, para alguien de tan triste currículum, el mejor de los destinos posibles.

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