La primera intervención pública de Nicolás Eyzaguirre fue casi totalmente privada. En la durante mucho tiempo semiclandestina película “La expropiación” de Raúl Ruiz, actúa como un adolescente demócrata cristiano que hace de intermediario entre su padre latifundista, actuado por Nemesio Antúnez, y el interventor MAPU del campo, actuado por Jaime Vadell.
La película, filmada en plena Unidad Popular, resulta ser una metáfora doblemente profética. Después de que los fantasmas del fundo no dejan dormir al interventor, este es asesinado por los campesinos que gritan al unísono: “¡¡Queremos patrón!!” Un final más escalofriante aun si se piensa que la película fue filmada con el apoyo de la CORA, la institución encargada de la Reforma Agraria de Allende.
Además de la genialidad de Ruiz, la de Nemesio Antúnez, la de Jaime Vadell y la de Delfina Guzmán, (quien hace en la película de madre de sus verdaderos hijos), la película es un testimonio del ambiente altamente estimulante, contradictorio, enriquecedor, y enloquecedor también, en que fue criado nuestro candidato a la presidencia del BID.
Hijo de una de las más grandes comediantes de nuestra historia, pero también del riguroso arquitecto Joaquín Eyzaguirre, a Nicolás le ha tocado, como en la película, siempre estar entre dos mundos que se separaron de manera dolorosa cuando era pequeño. Dos mundos en muchos más sentidos: En el colegio Verbo Divino y en los ensayos del Ictus. Tocando con Aquelarre o Santiago del Nuevo Extremo y en Ingeniería Comercial de la Universidad de Chile. Militante comunista posgraduándose en Harvard.
Esos datos de la biografía no cuentan la pasión a veces arrolladora con que vive esa doble vida, con ese rostro serio y adusto que esconde un sentido del humor certero, pero también una sentimentalidad muchas veces arrebatada. Una personalidad que en un argentino sería normal, pero contradice el sentido común nacional en que todo se guarda y nada se dice, en que todo brillo es condenado, y toda exageración condenada.
Nicolás Eyzaguirre, que para hablar mejor de la desigualdad, un tema que lo obsesiona desde siempre, no duda en posar de manera hilarante de flaite que toma melón con vino. Siendo para él las dos cosas: la foto en que demuestra un talento histriónico indudable, como el texto sobre un tema que seriamente ha sido su materia de un muy buen libro suyo, parte de lo mismo. Como la guitarra que enarboló al salir del ministerio de Hacienda, como para decirle al mundo que lo habían liberado de la cárcel de la seriedad y que había ganado, después de seis años y un día, el derecho a cantar.
El ministro de Hacienda que más tiempo duro de manera consecutiva en el puesto consideró siempre esto como un castigo por portarse demasiado bien. Un castigo y una lección de vida porque la responsabilidad fiscal y la regla del superávit estructural nacían de una profunda experiencia de vida, eso que no se puede gastar más de lo que se tiene, que es siempre donde fallan los artistas. Eso y la sensación que comparte toda la generación de Eyzaguirre, aunque en él ésta sea más visible, de que en el sueño empiezan las responsabilidades. O la sensación de que sin responsabilidades, el sueño bien puede ser una pesadilla.
Aunque en Eyzaguirre, como en pocos de su generación, esa convicción convivió luego con la contraria. Exmilitante de la izquierda cristiana y el Partido Comunista, no había luchado todos esos años para recibir premios de economista del año en ICARE, de la gente que despreciaba desde el colegio Verbo Divino y luego la clandestinidad. Así se dedicó, habiendo ya demostrado toda la madurez posible, a demostrar que algo salvaje seguía vivo en él. Sin plegarse a su critica a los 30 años, dejó ver que para él también no se había llegado suficientemente lejos. Esa sensación, de haber sido demasiado responsable hasta llevarlo a defender el nuevo proyecto de Constitución, que estaba en las antípodas filosóficas de la regla del “superávit estructural”.
Antes ya había salido de eso que se llama de manera cursi, su zona de confort y fue ministro de Educación de la presidenta Bachelet, pero patinó en una metáfora rebuscada, o quizás demasiado expresiva. Una metáfora que revelaba también un error de concepción (sacar patines en vez de ponerlos) que fue en parte lo que impidió que Bachelet 2 fuese la oportunidad única de salvarnos del estallido y la crisis institucional que ella supo prever, pero no pudo disolver. Expresividad excesiva que le costó caro también cuando en una entrevista con Claudia Álamo, se le ocurrió llamar “gordis” a la en ese entonces próxima Presidenta Michelle Bachelet.
Ese rasgo, su capacidad para decir lo que realmente le pasa por la cabeza sin una sonrisa, es algo que yo mal podría reprocharle a Nicolás Eyzaguirre. De alguna manera ese tipo de arrancada de la moto me resultan no solo familiares sino queribles. Más aún, no respeto la gente que no comete ese pecado que es de alguna forma una virtud. Pero no soy ministro de Hacienda, o candidato de Chile a presidir el BID. Que Nicolás Eyzaguirre lo consiga me resulta doblemente valorable por eso mismo, porque no puede, ni quiere impedirse ser el mismo y serlo en los grandes escenarios de la economía mundial donde ésta no suele ser la costumbre. Le deseamos, por eso mismo, todo el éxito del mundo.
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