Ser ministro de Educación debería incorporarse a las otras plagas de Egipto y ser considerado una peor maldición que la lluvia de ranas y el río convertido en sangre. Inmenso barco sin timón, el mismo edificio de la Alameda es en sí un laberinto de pequeños poderes, envidias, celos e incomprensiones varias. Además de toda suerte de reformas y currículums nuevos pero ya desgastados que han demostrado, o están por demostrar, su total inutilidad.
Un ministerio que solo se puede gobernar con mano de hierro o, como lo hace su nuevo ministro Nicolas Cataldo, con una mezcla de sonrisa y castigo, de resistencia y ductilidad que en parte es suya y solo es suya, y en parte también una herencia del control de cuadros y otros rigores por las que un comunista, convencido como él, tiene que pasar.
La sonrisa la vi por primera vez al lado de Evelyn Matthei. Esta había manifestado su preocupación de que llegara a ser nombrado subsecretario de desarrollo regional después de haber twitteado con reiteración y alevosía contra carabineros. Twittes que borró demasiado tarde y le había costado ya la subsecretaria del interior.
Le bastó, sin embargo, una hora de contacto directo con Cataldo a Evelyn Matthei para cambiar su impresión de quien era, en el papel, la imagen misma del enemigo y que no dejó de alabar. Todo se selló en una foto en que la alcaldesa abraza la silueta grande y morena de este profesor de Historia (o como se llame ahora la asignatura), perfectamente porteño, poderoso, pero de apariencia gentil.
Asesor desde siempre de Camila Vallejo, Cataldo no entro militar en la Jota, como Daniel Jadue, solo para molestar a sus padres. Comunista desde la universidad, aunque hijo de militante del MAPU, la disciplina es parte esencial de su vida, otra cosa que lo diferencia de Daniel Jadue. Siempre disponible para la misión imposible, experto en negociar lo innegociable, ha visitado ministerios y sindicatos, asesorías parlamentarias, comités y comisiones donde su don para la estrategia militante lo ha ayudado a sobrevivir en espacios y cargos donde los más fuertes salen llorando.
El ministerio de Educación, en el que sucedió al altamente ineficaz Marco Antonio Ávila, es su prueba de fuego. La huelga de Atacama, que es solo la punta del iceberg de un desastre mayor, fue su bautismo de ídem. Con todas las dificultades posibles e imposibles pareciera haber logrado un acuerdo y empezado a limpiar la casa. En un ministerio donde la inercia reinaba, pareciera haber alguien con energía a cargo dispuesto a hacer algo más que sobrevivir. ¿Cuánto le durara? ¿Cómo saldrá a flote cuando los resultados de las pruebas vuelvan a ser vergonzosamente bajos? No lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que el hombre llamado a encontrar soluciones al Apocalipsis educacional que vivimos en Chile ha sido parte esencial de los que hicieron posible el desastre. Los proyectos de leyes que, desde el otro lado del mesón, tanto como las ideas e iniciativas que defendía desde el Colegio de Profesores son parte esencial de lo que no funciona hoy, ni funcionará mañana si no hay un severo cuestionamiento a las ideas, intuiciones y conceptos que guían las políticas educacionales no solo del Frente Amplio, sino de todo el mundo de la educación.
Ideas de las que la simple idea del mérito y la competencia no consigue ser alternativa viable. Alternativa que los resultados de los ministros de educación de Piñera prueban no ser tal.
La actitud del Colegio de Profesores ante la pandemia, su negativa a hacer su trabajo cuando era más necesario, el estado de indefensión emocional en que dejaron a sus alumnos, muchos de ellos obligados a entrar y salir de psicólogos y psiquiatras, forma el clímax de un total quiebre entre los gremios de la educación y lo que la educación debe ser.
Una incomprensión que, sin embargo, tiene raíces en la pobre dignidad con que se puede ejercer la vocación docente en colegios enfermos de control, con currículums imposibles de implementar e infinitas “políticas públicas” contrarias y contradictorias que nunca van al nudo del problema que no es otro que preguntarnos: ¿Para qué y para quién educamos?
La respuesta no puede ser otra que: para formar ciudadanos que pueden votar con cierto conocimiento de causa en las muy variadas elecciones en que nos toca votar. Chilenos que conozcan la historia de su país, su geografía, un idioma en qué discutir y una lógica en qué razonar juntos. Lo otro, el ejercicio del talento, el entrenamiento de una fuerza laboral, el mejoramiento moral de los niños o su “liberación”, no es tarea del colegio, que modestamente debería resumir todo el entramado de ramos a uno solo del que deberían derribarse todos los demás: Educación Cívica.
Por cierto, fue el primero que todas las reformas han querido borrar.
Enseñarles “lenguaje” a los niños es suponer que no vienen con uno a cuesta. Lo mismo la historia o las matemáticas. Los niños no son páginas en blanco y es absurdo enseñarles lo que ya saben, redes sociales, tecnologías, rap o trap. Solo vale la pena aprender lo que no aprenderías solo, literatura medieval, o medievo en general, astronomía, la cólera de Aquiles o la sordera de Beethoven. Enseñarles a pensar a los alumnos consiste en enseñarles lenguajes distintos en qué expresar lo que fatalmente ya piensan.
Para eso tendrían sus profesores que ejercer ese placer y ese dolor, el de pensar y no el de llenar fichas para la UTP y cumplir objetivos y metas llenas de siglas y más siglas de instituciones rellenas de exprofesores que no siempre, pero casi, ponen las manos sobre el botín y se lo llevan para la casa.
La guerra es demasiado seria para dejársela a los militares, dijo Clemanceau. Lo mismo sucede con la educación: es demasiado seria para dejarla en manos de los educadores. En ese sentido, todas las habilidades blandas y no tan blanda del ministro Cataldo no bastan para sacarnos de la crisis endémica que vivimos. Si no repiensa las ideas e ideales que han guiado hasta ahora su vida como educador, caos como el de Atacama se van a multiplicar hasta convertirse en la constante de un país en que la educación es un laberinto donde, feliz devora a nuestros niños y niñas, el minotauro.
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