Por puro azar me topé con Marcela Cubillos esta semana en el pasillo de una radio donde es panelista. No sé si me vio o me saludó por pura educación con una breve levantada de cabeza. Apenas pudo, se dio vuelta sobre sus talones con esa ligereza juvenil adquirida en la larga práctica, casi profesional, del ballet clásico que pocos sospechan al verla hablar siempre perentoria, seca, hastiada, asqueada incluso, en las entrevistas y puntos de prensa que le concede a los periodistas.
Sin rastro de pesadumbre alguna, dio entonces la media vuelta, mucho más joven y ágil también de lo que le gusta aparecer en cámara. La mitad más uno de Chile la estaba… la estábamos masacrando por todas las redes sociales. Los profesores universitarios, quizás el más rencoroso de todos los gremios, estaba particularmente indignado ante la displicencia con que justificaba su sueldo de futbolista que juega la mitad de los partidos y no mete goles. Pero ella parecía en ese pasillo, a punto de entrar en el estudio, feliz, contenta, casi aliviada de estar en el corazón del huracán.
La vi, en resumen, feliz. Las declaraciones que dio en estos mismos días confirmaron mi apreciación. Estas consistieron en redoblar la apuesta, atacar a la izquierda y el gobierno, que por una vez nada tenía que ver en el asunto, y complacerse en no demostrar ni explicar nada. “El que puede puede”, fue más o menos el resumen de todas sus declaraciones, dejándonos a todos —incluidos Premios Nobeles de varias naciones— los que “no podemos”, como unos simples idiotas que no supimos negociar con nuestros decanos o rectores.
Es imposible no detectar en esa forma de redoblar la apuesta, y lanzarse a las patas de los caballos como si estos se pudieran cabalgar al revés, algo como una especie de vocación. La conocí en los 90 cuando era la cabeza visible de la oposición más feroz contra la ley de divorcio (y aborto). Tenía tres años más que yo, los dos de 20 y tantos años, pero se esforzaba en usar los chalecos del color más insulsamente azules posible.
Sin tener mucho porque ya había participado a los 20 años en la Franja del Sí. Creo que en los escasos momentos de confianza que tuvimos en estas entrevistas en que me costaba creer que alguien de 25 años no quisiera saber quiénes eran los Prisioneros, hablamos de esos años en que su familia quedó dentro de los círculos de la dictadura, parte del poder, pero sin poder.
Supongo ahora que ahí aprendió la dureza. O al menos ahí aprendió a defenderse de los que dejaron de ser sus amigos. Una dureza que contradecía sus últimos años en el liberal colegio La Maisonnette y el estudio del ballet, pero quizás la obligaba a redoblar la apuesta y ser siempre más papista que el Papa. Papismo que, junto con las camisas abotonadas hasta el cuello y los chalecos azules, abandonó cuando tuvo que recurrir a la ley de divorcio y separarse.
En alguien que sinceramente creía en lo que creía, esto debió ser un dolor del que generalmente, como casi todo lo personal, se niega a hablar. Es por cierto lo único que me interesaría oírle hablar, de cómo las certezas se convierten en dudas, de cómo se sale del rigor y se comprende el rigor. Lo cierto que quienes creímos que al enamorarse del líder liberal Andrés Allamand, tendríamos derecho a una Marcela Cubillos flexible, abierta, o escéptica, dicharachera, nos equivocamos. Abandonó, por cierto, la beatería y los chalecos azules. El rigor de la fe se acabó, pero fue reemplazado por el rigor de un análisis político muchas veces brillante pero siempre equivocado.
Así “el desalojo”, teoría que sistematizó Andrés Allamand, pero que fueron pensando juntos, les pareció a todos en la derecha una idea genial porque le devolvía a esta una identidad perdida en manos de la UDI popular y el lavinismo-bacheletismo. Pero esta suerte de “política de los acuerdos” al revés, ya dejó de hacerle gracia a alguien cuando la izquierda opositora la usó contra Sebastián Piñera. Un desalojo, el de la izquierda, que cuenta con ingredientes que la derecha no ha conseguido agregarle nunca a su mezcla: la calle.
Marcela Cubillos, que decidió encarnar la idea de una derecha dura, escueta, despectiva si se puede, sin complejo de clase, fue muy luego víctima de su propia teoría. Poco importó qué quiso hacer o no hacer como ministra de Educación: su cabeza se convirtió en un trofeo apetecible para la oposición en pleno. La melena bien cortada, y el gesto elegante con que sabe moverla, solo aumentó el ansia por verla en una bandeja de plata. La acusación constitucional que quiso acabar con ella fue rechazada en la Cámara, pero terminó yéndose igual sin haber conseguido ni cambios profundos, ni superficiales, en una cartera que hubiese sido clave a la hora de hacer la diferencia.
Esto terminó por posicionarla como la mujer de hierro que la derecha siempre soñó tener. En los matrimonios, bautizos y bodas de oro en que asiste gente que piensa igual que ella es un éxito seguro. ¿Lo es fuera de ahí? Llamó a votar en contra del proceso constituyente y el proceso constituyente se hizo igual. Dentro de él fue una de las cabezas visibles del rechazo, pero hizo más porque este ganara el aporte de concertacionistas y ex concertacionistas, que miraron con dudas el nuevo proyecto.
En el proceso constitucional siguiente ya estaba en otra, viviendo la mitad del año en Madrid, y la otra preparando sus enriquecedoras clases de Derecho Constitucional. Cuando decidió volver a la política lo hizo compitiendo por la única alcaldía que la derecha tiene asegurada de entrada. Su pasado sueldo es quizás lo único en el mundo que pudiera separarla del puesto. Aunque la falta de competencia haga poco probable incluso esa derrota.
A Marcela Cubillos, sin embargo, nada de eso parece importarle demasiado. Su batalla es de otro tipo, creo que es más personal que política. Algo en ella la lleva a reafirmar en contra de todos, su valor, su importancia, su peso específico. Algo quiere ser temido quizás por temor a no ser amado. Me resulta que el misterio de esa seguridad en sí misma, que debe cubrir algunas inseguridades esenciales, es lo más valioso de ella. Aunque sin duda, no vale los $ 17 millones al mes.
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