Juan Ignacio Latorre fue la sorpresa de las elecciones parlamentarias de 2017. Con apenas un 4% de los votos salió elegido senador, el único de RD y el Frente Amplio de toda la Cámara Alta. De esta sorpresa parece no haberse repuesto aún. Ha logrado así que, 4 años después, nos siga sorprendiendo de que sea senador. Aunque ahora es, además, sorpresa de sorpresas, presidente de RD, partido en el centro de todas las últimas irregularidades. Puesto que ha asumido con la misma capacidad de crear problemas donde no los hay y de agravar los que sí ya existen.
La magia implacable de conseguir casi siempre que sus declaraciones ofendan a sus socios del Socialismo Democrático. Talento que le ha obligado también a ejercer la aptitud paralela de pedir disculpas por todo y cualquier cosa que dice sin pensar, o que piensa sin decir.
¿Se podía esperar otra cosa? Antes de ser senador, Latorre, había trabajado en ONG, capacitaciones, hogar de cristo, CVX (comunidad de vida cristiana), comité de ética ignacianos, nada con masas, nada con política ni menos con poder. Psicólogo posgraduado en Barcelona, entró a RD entusiasmado con la figura de Giorgio Jackson, de sensibilidad ignaciana como él, como él atravesado por el ansia de ser bueno y el vértigo de no serlo tanto.
De pronto, por esas sorpresas que la democracia propone, este líder sin multitud, este político sin casi pasado político, ese joven posgraduado en bondad le toca explicar lo inexplicable y asumir una inasumible responsabilidad política en un caso cada vez más turbio que involucra a muchos dirigentes de su partido, que son también sus amigos o conocidos.
Tienes que explicar, tiene que calmar el fuego, tiene que alinear a sus aliados. Es lo que se espera de un presidente de partido, que diga “aquí no ha pasado nada” o “lo que pasó pasó, y no volverá a pasar.” Pero ¿Qué hace? Le echa la culpa al papá. Porque Carlos Montes, al que acusó de saber lo que aparentemente no sabía, llegó a la política por las mismas razones que Juan Ignacio Latorre: por una mezcla de entusiasmo religioso y generosidad social.
Claro que era en los años 60 y Montes se hizo del MAPU y participó de la UP (como los padres de Juan Ignacio Latorre, por lo demás). Luego la tortura, la cárcel pública, la dirigencia clandestina, hasta hacerse diputado por 14 años. Recién ahí, después de 40 años de vida política, se hizo senador y ahora ministro de Vivienda.
No puedo imaginar la desazón que debió sentir alguien, que, como Montes, aprendió a golpes que el “sapeo” es el más peligroso de los vicios, ver a este incombustible joven de anteojos descargar en él la responsabilidad en un lío que concierne casi solo a altos dirigente de Revolución Democrática, el partido que se supone dirige Latorre. Pagaría por escuchar las chuchadas del habitualmente comedido Montes, que debe todos los días preguntarse en qué lío se metió con estos “socios” que siempre encuentran a algún empedrado al que echarle la culpa de todo.
Los años no añaden talentos ni honestidad a nadie. Vimos hace poco al alcalde Torrealba, un ducho político, caer como un niño por guardar en billetes todo lo que recolectaba. Y al revés hay políticos, el presidente uno de estos, que nacieron talentosos. Los años no enseñan nada, solo enseña la experiencia. La experiencia, que solo a veces llega con los años, que enseña una sola cosa, que eres responsable no solo de tus actos sino de muchos que cometen vecinos, amigos, novias, y sobre todo hijos o hijas.
La vida enseña que lo quieras o no, siempre eres culpable y lo eres mucho más si quieres ser de alguna manera inocente. El infierno está pavimentado de buenas intenciones, dice el dicho, y los gobiernos totalitarios llenos de boy scout y exseminaristas que solo querían un mundo mejor.
Juan Ignacio Latorre parece entonces ser parte de un problema mayor, un problema que está en el centro del malestar en que vive hoy por hoy la civilización occidental. Este no es otro que la incapacidad de traducir a las nuevas redes y formas de vida social, el concepto de responsabilidad. Esa responsabilidad que necesita de dos sujetos que se saben reales, que saben que son humanos, algo que podemos asegurar cada vez menos. De ahí la multiplicación de pasamontañas, máscaras, alias y avatares.
La escritora danesa Isaac Dinesen (de nombre civil Karen Bilixen) se hizo amiga en África de un noble inglés que cazaba leones. Este tenía en su escudo de arma el lema “Je responderé”. “Yo responderé”. Este es el lema de todo caballero o dama, de toda persona con responsabilidad civil o política, de toda persona consciente de que el mundo lanza desafíos, que la vida es como lo escenifica Jacobo contra el ángel, una pelea por conseguir un nombre.
Pero para decir “Yo responderé” hay que tener primero un “yo” claro, un “yo” que sabe por qué llego aquí, y dónde llego. Y luego asumir el riesgo de responder a las preguntas, a los desafíos que nunca son los que se espera de nosotros.
Uno no siente en el senador Latorre, como en casi toda su generación, ninguna de esas dos certezas. Ni la certeza de que sepa del todo quién es, ni de lo que significa la enorme responsabilidad que ejercen. La única seguridad que los sustentaban, la de ser de alguna manera más puros y decentes que los políticos de antes, acaba de derrumbarse estrepitosamente. ¿Qué quedara después de todo? Está por verse.
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