Cuentan que el Cid Campeador ganó su última batalla muerto. Su victoria fue aplastante, en gran parte porque sus enemigos huyeron despavoridos al ver -pese a que lo daban por enterrado- que estaba vivo cabalgando en su armadura. Una victoria gloriosa que el Cid tuvo el inconveniente de no poder celebrar.
Algo parecido le pasa a José Antonio Kast. Se ausentó de la campaña del rechazo y la ganó justo por no aparecer en ella. No fue parte del acuerdo constitucional de esta semana, pero no hay duda de que consiguió casi todo lo que quería. ¿Pero, con quién y cómo celebra, si celebrar en público es perder lo que está ganando?
No tiene otra, no puede aparecer demasiado, pero por más que alargue y alargue sus vacaciones, por más que llene sus días mirando crecer a sus muchos niños, igual tiene que ir a trabajar tarde o temprano. No necesita económicamente hacerlo, pero le asiste una misión en la vida; la certeza de salvar a Chile, así que renuncia a sus días feriados y se va a trabajar en el peor de todos los trabajos posibles: ser candidato a presidente sin que haya ninguna elección presidencial a la vista.
El que nada hace, nada teme, dice el dicho que es perfectamente cierto en el caso de José Antonio Kast. El ex diputado, solo ha sido eso, un diputado más bien discreto cuando lo fue. No tiene logros de gestión, no tiene libros inolvidables, ni doctrina, ni ideas propias, pero por eso mismo no le tiene miedo a casi nada. Todo lo que le pueden echar en cara, él lo muestra antes que nadie. Dice lo que dice, no se guarda nada, fake news o no, y luego de dejar en el aire flotando esa sonrisa donde conviven el desprecio y la gentileza, y se va para su casa a pensar lo mismo que pensaba antes y ahora, es decir siempre.
Esa es la clave de su éxito y la llave de su fracaso como político: está totalmente de acuerdo con él mismo. Entrevistarlo es delicioso porque se le puede decir las peores pachotadas, e impacientarse todo lo que se quiera frente a él, sin que él se mueva un ápice de su amable cordialidad, nada cordial, y te responda con sus certezas innegables a todas tus preguntas. Certeza que no necesita ni estudios, ni datos, ni experiencia personal siquiera, porque la dejó para siempre escrita su hermano Miguel, como las tablas de la ley quedaron escritas por Yahvé en el Monte Sinaí.
Solo en el tema de la inmigración, este hijo de inmigrantes alemanes que huyeron de la victoria aliada, lo vi vacilar una vez. Su historia es la prueba viviente de que los inmigrantes dejan mucho más de los que piden y que un país como Chile no puede más que necesitar las energías de quienes ven en este reseco país una tierra prometida. Muy luego corrigió esa vacilación proponiéndole zanja y alambres de púas a esos inmigrantes. Saltó sobre su propia historia, llena de alambres de púas y zanjas infamantes para conseguir los votos que necesitaba. Es la única vez que lo vi decir algo que no cree totalmente, aunque por cierto se fue convenciendo como del resto de sus dichos.
Por cierto, no hacía más que traducir al chileno el muro de Trump, como copia su uso de las redes sociales, de las noticias imposibles de confirmar o del ataque ad hominem más que al límite del foul. Porque Trump es el lejano espejo en que de manera inevitable no deja de mirarse José Antonio Kast Rist. Rubios los dos, de caballera abundante y vistosa, descendientes de alemanes, los dos dicen lo que “no se puede decir”, que es casi siempre justo lo que no requiere pensar.
Aunque Kast es un Trump fome. Uno que no sabe jugar con el vértigo y no tiene ni sorpresa ni secretos de alcobas que mostrar o esconder. Una falta de sorpresa que no es necesariamente mala para un político de la UDI de pantalones dockers y camisa polo que fue alguna vez, pero que falla a la hora de atraer a la clase media airada a la que va dirigido su discurso. Una clase media que quiere indignarse sin dejar de divertirse.
Su falta de vida privada que, desnudada por Don Francisco en vivo y en directo, le costó la elección pasada. Aunque quizás peor que la falta de picardía del candidato fue el inconsciente desprecio que se asomó al borde de su sonrisa, al ver a su mujer la encantadora Pía Adriasola y sus hijos, cantar entusiasta en el plató. Una sonrisa que venía a decir, “¿Qué tiene que ver toda esta gente que canta, conmigo?”
En Kast hay una distancia entre él y su vida, entre él y su cuerpo que le permite sobrevivir a todo, pero le impide vibrar con nada. Por eso quizás de todas las imágenes de Kast, la que mejor enganchó con la gente fue la más terrible. Agredido por un grupo oligofrénico a la salida de un acto en Iquique, Kast apareció desabotonado, despeinado, defendiéndose de las hordas con una especie de audacia viril que no se esperaba en el siempre compuesto candidato.
Su presencia fantasmal en las encuestas empezó a crecer cuando la izquierda twittera usó esas imágenes como meme para humillarlo, cuando no hacían más que enaltecerlo. Y es quizás lo que explica por qué Kast funciona tan bien en ausencia. El odio reverencial de la izquierda de las redes sociales hace crecer su figura entre sus adherentes más fanáticos. Una pelea entre fantasmas que es perfecta para Kast que representa, del apellido hasta el color de pelo, una completa fantasía que la realidad de su presencia evapora a la larga.
Porque de cerca el héroe de la derecha más extrema, el enemigo que todo izquierdista quisiera temer huele demasiado a universidad católica, a fogata y trabajos voluntarios. Esa sensación de que habita en su dura corteza de ideas inamovible, un regalón de la olla, es lo que lo hace soportable y al mismo tiempo vencible. Le falta justamente lo que le sobraba al Cid Campeador, el deseo de incluso muerto, seguir ganando. Si lo tuviera creo que nada podría detenerlo. Por suerte parece que algo secreto en él nos salva de esas ganas. Me resulta que en eso seguimos los chilenos teniendo mucha suerte.
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