Gonzalo de la Carrera, como su nombre lo podía anunciar, parece un lebrel: Esos perros caros, flacos y vigorosos que compiten en los canódromos del mundo por ser el más veloz. Por eso impresiona tanto que, en vez de correr, su destino se haya decidido a ladrar y a morder. Rabioso, sordo y ciego, ha logrado en pocas semanas no solo ser la vergüenza de esta legislatura, ya de por sí poco edificante, sino de muchas anteriores, consiguiendo un lugar aparte en la historia universal de la infamia del parlamento chileno.
No han faltado en la historia del parlamento empujones, gritos, combos, escupos y hasta balazos hacia el techo. Pero no ha habido antes un parlamentario cuya acción política consista casi solo en este tipo de eventos. Los Palestros o los Moreiras, defendían alguna idea. De la Carrera, incapaz de cualquier trabajo colectivo, defiende siempre algo parecido a “su honor”. Un honor que justamente pierde en esa colección de escándalos tan sofisticados y profundos como decir “poto” en la mesa de los grandes.
Hay, por cierto, en ese empeño en vivir a empujones, restos de la estrategia de Trump, Bolsonaro y el Brexit, pero a la chilena. Pero meterse en una reyerta a pocos días de una elección que podría ganar en opción, no puede ser parte de estrategia alguna. Su empeño en justificar el acto en vez de simplemente disculparse y pasar a otra cosa, habla de una herida más profunda e irreparable que hacen de Gonzalo de la Carrera no solo el peor enemigo de sus partidarios y sus ideas, sino el peor enemigo de un tal Gonzalo de la Carrera. Un diputado que está empeñado en dar rabia pero que al final da más bien pena. Como da pena pensar que, gane el Apruebo o gane el Rechazo, estamos en las manos del sheriff Rivas, De la Carrera y Pamelas Jiles.
Todos tenemos la edad de nuestras heridas. Todos nos quedamos pegados en la edad en que nos hirieron. La edad en que supimos que no éramos como los demás. La edad en que dejamos de crecer. El diputado De la Carrera decoró su Twitter personal de dos guitarras eléctricas. En su cabeza lo que está haciendo no es ni torpe o brutal, sino roquero. Piensa que hacer ruido es lo mismo que tener onda, ritmo. Que no pagar por las consecuencias de tus actos, es una forma de choreza. Que decir lo primero que se te pasa por la cabeza es lo mismo que ser libre.
Pero en De la Carrera las guitarras eléctricas no son símbolos de la música que se toca con ese instrumento, sino de su juventud en que tener una Fender Stratocaster era ser dios. De la Carrera pasó parte de su adolescencia en el Liceo 11, colegio fiscal de Las Condes por donde solían pasar los alumnos echados, como él, de colegios privados de la zona. Un ambiente en que ser el más duro, el más choro, el más descarado, era esencial.
Ahí, De la Carrera se hizo famoso por hacerle broma a los profesores y ser el más “choro” de entre los choros. Molestar fue su profesión, alardear también. Cuando volvió a los colegios privados (al Redland), su carácter rápido e insaciable, desconsiderado y winner, ya estaba formado. Consiguió gracias a ellos toda suerte de puestos y millones, aunque nunca del todo la confianza ni menos la admiración de sus pares.
Los zorrones no se habían cristalizado aún en los años setenta como una cultura propia, pero ya existían las bases sobre la que construirían su identidad futura. Esta se basa en hacer, pensar, sentir, tomar, fumar igual que los “flaites”, con las certezas de no ser como ellos. No ser como ellos y sobre todo no terminar como ellos: presos, muertos, endeudados, miserables. Seguros en cambio que después de las carreras de autos, las competencias de piscola van a conseguir un puesto donde el papá o el tío, casarse con una de collar de perla y terminar de director de empresas y diputado como terminó, de hecho, Gonzalo de la Carrera.
Aunque en Gonzalo de la Carrera esta metamorfosis que convierte al zorrón en un caballero, no ocurrió del todo. Su ausencia total de sentido del humor no se lo permitió. Sufrió, lloró, pero no creció. Su cabeza y su alma siguen pegados en las peleas de rotonda, los “pechazos” y los “yo la tengo más grande que tú”.
Gonzalo de la Carrera es un privilegiado que no puede evitar comportarse como un pobre diablo. Un hombre que ha tenido todas las oportunidades que ha tenido, pero se da el lujo de vivir ofendido, pateando lo que encuentra y cayendo en todas las fake news y las trampas para bobos de las redes.
Machito de pueblo, como esos que se supone ya no tendría espacio después de la revolución feminista, De la Carrera solo sabe correr solo y hacia adelante sin importarle que lo haga hacia el abismo. Un abismo que quizás no sea tanto después de todo. Bolsonaro fue por muchos años un De la Carrera cualquiera y Trump, algo peor que eso. Cuando los razonables se acobardan, los matones pueden parecer hasta valientes. A la hora de votar este domingo, creo, es un peligro que recordar.
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