La senadora Campillai pidió el desafuero de la diputada Cordero. No hay duda de que su intervención fue cruel y estúpida, además de innecesaria y desinformada, pero siento que en vez de desaforarla habría que agradecerle. Gracias a la diputada Cordero, el Congreso vivió uno de los pocos momentos de unanimidad de esta legislatura. Su diagnóstico equivocado en todos los sentidos les dio la ocasión a casi todos, con la excepción vergonzosa del jefe de la bancada de RN, de hacer gala de su bondad y empatía, casi sin esfuerzo.
¿Cómo después de protagonizar una vida entera este tipo de episodios llega la doctora Cordero a ser diputada? ¿Cómo ha conseguido pasar de canal de televisión en televisión inventándole enfermedades que no tienen a toda suerte de personajes de la farándula? ¿Cómo y por qué después de toda suerte de desmentidos los mismos que la desmienten la contratan? Esto, por cierto, pasando por alto el episodio de licencias médicas falsas que hubiera hundido en el silencio a cualquier otro menos a ella.
Mi explicación a esa sobrevivencia es simple y polémica. La doctora Cordero está ahí y va a seguir estando ahí porque es necesaria. Dice, con esa facilidad de palabras que heredó de sus ancestros inmigrantes españoles de pura cepa, lo que muchos piensan, creen, pero no pueden decir. Cosas que no se pueden decir no porque sean secretos de Estado o visiones proféticas de la realidad, sino justamente por lo contrario; son prejuicios, impresiones apuradas o no, mezclados con términos médicos y muy de vez en cuando algunas ideas lúcidas.
La doctora Cordero se sienta, o más bien se acuesta en el sillón de la televisión, como esa tía abuela de la que todos huimos, y a la que todos volvemos, y va lanzando perlas a los cerdos y cerdos a las perlas. No dice, como decimos demasiado los chilenos “yo creo”, “se me ocurre”, “me tinca”.
No, las cosas son y no hay quien pueda dudarlo cuando ellas las diagnostica. Dice lo que piensa, aunque demasiadas veces no piensa lo que dice, pero no pide perdón, ni permiso por hacerlo, solo sigue de largo. Los animadores de televisión con que suele interactuar jamás la contradicen porque su papel es ver a la doctora desarrollar lo más posible esa paranoia con rasgos mesiánicos, como diría ella, para que el telespectador pueda sentirse aliviado en su casa de que alguien diga lo que no se atreve a pensar. O, lo que es lo mismo, para que se sienta horrorizado por lo que acaba de escuchar.
Escandalizar es un placer, decía Pier Paolo Pasolini. Escandalizarse de ese placer te convierte en un moralista, es decir, en un hipócrita. La doctora Cordero está ahí porque produce ese placer de la manera más gratuita y evidente pero también más persistente, con una testaruda voluntad de no pasar piola nunca.
¿De dónde viene esa ansia? Los otros locos del Congreso son fáciles de explicar. Gaspar Rivas es, según propia confesión, un bipolar no tratado o mal tratado. Pamela Jiles podría ilustrar cualquier manual sobre narcisismo patológico. Gonzalo de La Carrera tiene problemas evidentes con su agresividad. Alinco no está totalmente con nosotros y Kaiser tiene evidentes diferencias con el espejo.
A todos los locos del Congreso los atormenta una ambición desmedida, todos quieren ser alguien y que los vean. La doctora Cordero, cuando no dice tonteras irredimibles como esta que la tiene a punto del desafuero, está cosiendo chalecos para sus nietos.
Y no solo dice tonteras, algunas veces dice cosas sensatas o normales. No se altera demasiado nunca, aunque tampoco está realmente calmada. Trata a los estudios de televisión como trata a la Cámara de Diputados, como si fuera el living de su casa. Y no pareciera por lo demás querer hacer otra cosa que hablar de lo que se le pasa por la cabeza.
Y odia, claro. Y ese odio también me resulta misterioso. Demócrata cristiana durante buena parte de su vida, cuando la vi por primera vez en televisión detestaba la dictadura y el dictador. Su experiencia en el Colegio Médico ilustraba parte de su ideario político de entonces que completaba el hecho de haber estado casada con un socialista. Luego la decepcionó Lagos, que es el político menos decepcionante del mundo, y pasó a la derecha más virulenta, la más complotista, la más desinformada.
¿Por qué? Sus compañeras de las “indomables”, la Paty, la Raque, tenían mucho que agradecer a los militares, pero ella nada. Con la farándula solo le une el ansia de decir lo que no hay que decir a quien no hay que decírselo. Pareciera a veces que le asistiera una necesidad irrefrenable de ser odiada. ¿Para qué? No hace, con su exposición incesante, avanzar ninguna idea, nueva o vieja. No consigue unir en torno a ella nada demasiado práctico o útil a no ser ese odio fácil, y automático, y a veces catártico que consiguió en el Congreso al dudar de un dolor indudable.
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